Por tierras de Avalón, de la mano del Rey Arturo
Del 8 al 11 de diciembre de 2005
Siempre que volamos desde Valencia nos pasa alguna aventura. Esta vez nos tocó aparcar el coche allende los mares, donde la «alianza de civilizaciones» no tiene nombre porque simplemente no existen tales civilizaciones…. Con eso de la copa América de vela, resulta que Valencia se viste de guapa y está todo patas arriba. Hasta el 2007, si tenéis que despegar de Valencia, poner los relojes a la hora canaria e ir al aeropuerto con tiempo. Luego que nadie se queje de que una servidora no avisa.
La cola para volar a Londres, un puente de la Inmaculada, estaba a rebosar. Sin embargo, la nuestra, la del vuelo a Bristol estaba desierta. La verdad es que no sé por qué, teniendo en cuenta que Inglaterra es mucho más que Londres y hay muchos sitios por descubrir. También es verdad que íbamos al Sureste de Inglaterra no sólo para hacer turismo, sino sobre todo, para ver a Elena y Daniel, nuestros anfitriones en la pérfida Albión. (Me encanta esta manera tan sutil de denominar al país).
Antes de embarcarnos en el avión, que más tarde nos hizo pasar uno de los peores viajes de nuestra corta vida (juventud divino tesoro), nos reímos un rato con la anécdota del control policial. A un chico le empezó a sonar la alarma de metales y cuando vimos por qué, casi nos morimos del ataque de risa. Le detectaron una faca que el Segurata cuando la vio empezó a exclamar: ¡ Dios mío, ni Curro Jimenez tenía una de estas!. Y el chico «espabilau» decía en su autodefensa lamentable que era para cortar el chopped. El mismo se petaba, porque era un trabuco impresionante y la novia mientras observaba la escena no sabía donde meterse. ¡España cañí!
Montamos en el avión naranja de Easyjet y a la media hora empezaron las turbulencias. Al principio siempre parece que va a durar unos segundos y ya está, pero cuando el momento crítico se vuelve a repetir una y otra vez, los sudores fríos aparecen y empiezas a rezar al santísimo sin saber muy bien a qué agarrarte. Menos mal que al lado tenía el brazo maltrecho ya de tanto achuchón de mi Santo (como dice mí querida Elvira Lindo). Las turbulencias duraron unos minutos que se me hicieron horas y en poco más de hora y media llegamos al aeropuerto de Bristol.
EL frío ambiental era de esos que dejan los pelos como escarpias y las narices como pimientos morrones. Menos mal, que nos vino a buscar puntualmente nuestro anfitrión Daniel y pusimos enseguida rumbo a Tiverton y Exeter, la capital del condado de Devon. Para llegar a nuestro destino, donde nos íbamos a alojar, atravesamos el condado de Somerset famoso, entre otras cosas por ser la región del Queso Cheddar.
En más o menos una hora desde el aeropuerto de Bristol, llegamos al pequeño pueblo de Tiverton. Se puede decir que se trata de uno de tantos pueblos ingleses que se encuentran en los alrededores de ciudades más grandes, como Exeter. Casas uniformes de ladrillo rojo en hileras, con sus pequeñas yardas de hierba y sus botelleros de leche en las puertas (son estas pequeñas costumbres tan tradicionales de Inglaterra las que me siguen sorprendiendo). Dejamos las maletas en casa y nos fuimos sin perder tiempo a Exeter, la que es considerada como capital del Condado.
Antes de visitar esta ciudad, con una catedral impresionante, fuimos a recoger a Elena a la salida del trabajo. Cuando llegamos a Exeter era casi de noche, pero aún nos dio tiempo a ver el atardecer sobre las piedras y vidrieras de la catedral. Es lo que tiene Inglaterra, en invierno a las 4 de la tarde ya empieza a oscurecer y los días son muy cortos.
Las calles que rodean al símbolo de la ciudad, estaban llenas de gente. Enseguida supimos el por qué. Era el «late night shopping», o lo que es lo mismo: horarios ampliados de apertura por la tarde-noche antes de la navidad. La gente entraba y salía de las tiendas con bolsas, como si fuese la víspera del fin del mundo y el personal se fuese a quedar sin abastos. De locura… Al «shopping» masivo se unían los villancicos cantados por grupos de adolescentes en la puerta de una iglesia. EL ambiente era prenavideño total.
Nos alejamos del «mogollón» y llegamos a la zona donde se encuentra la famosa catedral de gótica de Saint Peter. Se trata de un templo impresionante (ver fotos), de estilo gótico decorativo, un tipo de gótico donde la decoración cobra protagonismo por sí misma. En Inglaterra el gótico tuvo tres etapas: el gótico primitivo como el de las catedrales de Canterbury, Lincoln y Salisbury; el gótico decorativo, como mencionaba antes, mucho más ornamentado, y el gótico estilo perpendicular, con tendencia a la ausencia de adornos en el exterior, pero conservando la ornamentación interior, como ocurre en la abadía de Westminster. Este gótico más tardío y característico de Inglaterra, se caracteriza por el uso de molduras verticales en los muros y tracerías y por las bóvedas de abanico.
Dicen que esta catedral tiene la nave gótica más larga del mundo. Si por fuera es bella por dentro lo es aún más. Impresionante. Además, cuando entramos estaban ensayando el Mesías de Haendel y la «gloria» fue bendita. Dimos un paseo lento por su interior, mientras escuchábamos el ensayo del concierto y nos quedábamos boquiabiertos viendo las vidrieras de sus ventanales góticos. Un momento del viaje para recordar, sin duda.
Después de la visita a la catedral, dimos un paseo por la orilla del río que circunda la ciudad. Ya era de noche, y el paseo lo «regamos» previamente con una pinta de cerveza inglesa. Hacía frío, pero no importaba, porque el paseo por esta parte de Exeter es muy agradable. Entre los cisnes, los puentes y la presa de agua por la que baja el agua con toda su potencia, hicimos nuestro recorrido antes de ir a cenar a un restaurante indio en Tiverton, muy cerca de casa. Hasta las cejas nos pusimos de pan de ajo, arroz con especias y carnes con diferentes tipos de salsa. Fue una buena de acabar el día: con las imágenes de la catedral de Exeter en la mente, una buena cena hindú y un paseo «digestivo» antes de dormir.
Viernes 9: Glastonbury, siguiendo el rastro del rey Arturo
Ese día iba a ser un día especial. Teníamos previsto visitar Glastonbury y yo había oído hablar mucho de este lugar. Según cuenta la leyenda, José de Arimatea llegó a esta región con el Santo Grial, la copa de la última cena que contiene la sangre de Cristo. Otras leyendas están relacionadas con el lugar donde descansan los restos del rey Arturo y su esposa la reina Ginebra. Pero lo que más me atraía de esta zona, son todas esas historias de la mitología que relacionan a Glastonbury con Avalón.
Ávalon o Avalón es el nombre de una isla legendaria de la mitología celta en algún lugar de las islas Británicas donde, según la leyenda, los manzanos dan sabrosas frutas durante todo el año. La isla legendaria fue utilizada como morada de brujos y hadas en numerosas fábulas de origen celta, siendo más conocida por su relación con las leyendas artúricas. Según la leyenda, tras la muerte del rey Arturo en la batalla de Camlann, su cuerpo fue llevado para que reposara en la isla al cuidado de reinas hadas y de su hermanastra Morgana Le Fay. De acuerdo a otras leyendas, Arturo simplemente duerme (debajo de una colina hueca) y espera el momento para regresar como Rey de Inglaterra.
También hay voces contrarias que dicen que la mitológica isla de Avalón no tiene nada que ver con Glastonbury. Que la historia fue inventada por la misma abadía para aumentar su reputación. En todo caso, nos dejamos llevar por las leyendas sobre el rey Arturo, y lo primero que hicimos al llegar fue subir, paso a paso, hasta la cima de la colina «mágica» donde confluyen todos los astros y las fuerzas «artúricas», como así las llaman.
Hace miles de años, este promontorio donde se alza la torre, era la parte visible de la legendaria isla de Avalón, ya que este condado se hallaba rodeado de zonas pantanosas y de agua, debido a la proximidad del canal de Bristol. El agua se consideraba como una manifestación de la Diosa Madre y también se creía que poseía propiedades mágicas. De hecho, también se encuentra en la región, cerca de Bristol, la ciudad balneario de Bath, que visitaríamos el domingo.
La torre que se ve en lo alto de la colina, y desde donde vimos unas vistas espectaculares, es lo que queda de un monasterio que se encontraba allí. El terremoto del año 1275 destruyó este monasterio y la famosa abadía de Glastonbury que visitamos por la tarde, después de comer. Siglos antes de la era cristiana, el mar bañaba esta región, llegando sus aguas al pie mismo de la famosa Tor (colina).
Antes de iniciar la subida, entramos en un pequeño museo rural, ubicado en el antiguo granero de la abadía, donde no había nadie, y donde nos encontramos con unos carneros que pastaban el jardín del museo, con sus cuernos retorcidos y sus pieles que parecían mantas de paduana. El museo es interesante, muestra los modos de vida del siglo XIX: cómo conseguían cultivar en terrenos pantanosos, sus costumbres y hábitos alimenticios, de limpieza, etc.
Al salir, ya nos hicimos a la idea de que teníamos que subir a la torre, costase lo que costase. En el camino vimos otra escena, de esas que sólo pasan en Inglaterra. En la puerta de una casa, había un bote de plástico con agua y un cartel que decía: esto es agua para los perros y no para limosnas, se ruega no robar el recipiente. EL «tesoro» era un cuenco de plástico que no valía ni dos peniques, pero según nos comentaba el autor del cartel, la gente se lleva hasta las letrinas…
La colina empieza suave, y poco a poco se va haciendo más y más inclinada hacia el cielo. Una peculiaridad de este montículo, es que en el pasado fue motivo de peregrinaciones y rituales paganos, pues en sus laderas estaba trazado en forma de sendero, el recorrido de un laberinto que ascendía hasta siete niveles hasta alcanzar la cima. Con el tiempo, los monjes disimularon este trayecto practicando sobre él una serie de terrazas que usaron como campos de cultivo. En la actualidad, todo el mundo asciende en pocos minutos, a través de unos peldaños, pero las tradiciones hablan de un recorrido de carácter iniciático y ritual de no menos de tres horas, tiempo que se necesitaba para recorrer el laberíntico sendero, hoy difícilmente perceptible por el lógico desgaste causado por el paso del tiempo.
El destino final, la torre, aparece y desaparece entre las colinas, mientras, en las paradas recuperamos el aliento, viendo unas vistas alucinantes de la campiña inglesa. En una de esas paradas se me acercó un chico uruguayo, que estaba recorriendo Europa, para preguntarme si los teléfonos que tenía de sus contactos en España tenían los prefijos correctos. Era uno de estos viajeros que recorren el mundo en solitario, y a los cuales, siempre les he tenido una envidia «sana» y al mismo tiempo cierta conmiseración por la soledad que puedan sentir viajando de este modo.
Al cabo de un cuarto de hora, más o menos, llegamos a la gran torre. No es que sorprenda por su arquitectura ni por su tamaño. Lo que sí impresiona es su ubicación y su carga simbólica. Vimos un amuleto clavado en la tierra y no me atreví a llevármelo por si las moscas. Dicen que allí confluyen muchas fuerzas y la mitología se remonta hasta los tiempos de José de Arimatea. Los cristianos se encargaron de desproveer el lugar de cualquier connotación celta ya que creían que desde allí se accedía a un «submundo» denominado Annwn (Avalón), dominado por el rey Gwyn ap Nudd, guardián del mundo invisible. Con esta torre, los cristianos creían cerrar cualquier entrada de algún ser diabólico que viniese de ese «submundo». También cuenta la leyenda, que San Miguel predicó desde allí el evangelio y que el monasterio se construyó bajo su auspicio.
Nos quedamos allí un rato, pese al bris que cortaba el pis. Mucho, mucho viento… No sé si los caballeros de la Tabla Redonda aguantaron los vendavales, mientras el mago merlín apoyaba al rey Arturo, pero lo que está claro, es que en diciembre tampoco podíamos esperar que hiciese un tiempo primaveral. Con los pelos alborotados y el fémur desencajado, como cantaba Alaska, fuimos descendiendo otra vez a tierra firme, dejando atrás esta torre (ver fotos) de cuento de hadas.
Ya era la hora de comer y nos acercamos al centro de Glastonbury . Es un pueblo pequeño, de unos 8000 habitantes con mucho encanto. Por todas partes, y sobre todo en la calle principal, se ven tiendas dedicadas al ocultismo, con figuras de druidas y brujas de todos los tamaños y colores. El lugar posee un magnetismo especial. De hecho, allí acuden videntes, hippies y diversos colectivos alternativos. Comemos en un restaurante vegetariano muy «sui generis», donde el personal es de película: gorros de lana, jerseys de lana gorda de colores, «pisa mierdas» de ante y todo lo que un hippy tiene que tener en su fondo de armario. Nos sirvieron una crema de espinacas buenísima, una patata rellena de vegetales y una musaka también de vegetales para chuparse los dedos. Ya entrados en calor, y con renovadas fuerzas después de la escalada a la Torre, estábamos preparados para la otra gran visita del día: la abadía de Glastonbury.
Es un sitio muy, muy recomendable. Se trata de una amplia zona ocupada por los restos de la gran abadía, que en su día fue todo un símbolo de Inglaterra. Ahora lo sigue siendo pero por otros motivos. La entrada es algo cara (12 libras, casi 18 euros), pero merece la pena. No hay fechas concretas para determinar el momento preciso en el que se fundó la abadía. En este caso, los datos históricos se mezclan con las leyendas. En un principio, según parece, había un santuario pagano, detentado por druidas que con el paso del tiempo se «cristianizó», gracias a José de Arimatea. Además, también cuentan las leyendas que éste, junto a 12 discípulos trajo consigo hasta Glastonbury el Santo Grial, con la Sangre de Cristo muerto en el Gólgota. Otros aseguran que además del Santo grial, trajo la lanza que abrió el costado de Jesús cuando lo crucificaron. En lo que sí coinciden las leyendas es que fue el fundador de la abadía y que desde allí, inició su apostolado.
De todos modos, los menos crédulos afirman que fueron los propios monjes de la abadía, quienes elaboraron y difundieron esta leyenda para dar un halo de importancia a los orígenes de la abadía. Llegaron incluso a decir que José de Arimatea escondió las santas reliquias en algún lugar escondido de los alrededores de Glastonbury. De lo que no cabe duda, es que se trata del edificio cristiano más antiguo de Gran Bretaña.
Desde su asentamiento más remoto hasta el siglo XV, todos los edificios que se fueron erigiendo sobre los anteriores sufrieron toda clase vicisitudes: incendios, terremotos, saqueos… hasta su irremediable y progresiva destrucción en 1539 a manos de Enrique VIII para demostrar su poder sobre la Iglesia de Roma, cuando se opuso a su divorcio con Catalina, para casarse con Ana Bolena. Por eso, si hay algún responsable del estado actual de la abadía, esa persona tiene un nombre: Enrique VIII, el temido «Barba azul».
Ahora, lo que quedan son ruinas pero el ambiente está cargado de historia y leyendas. Alquilamos unos audífonos, y fuimos poco a poco descubriendo la abadía durante 2 largas horas. Nada más entrar, a la izquierda se ven los restos de la nave principal de la Abadía. Son 14 hectáreas lo que ocupa el conjunto que abarca además de los restos de la abadía como tal, la cocina de los monjes, el refectorio, estanques, capillas, un claustro, la residencia del Abad, etc. Cuando nosotros entramos apenas había gente y disfrutamos un buen rato de la visita. Al encontramos con la que supuestamente es la tumba del Rey Arturo, nos pusimos a imaginar como sería en realidad aquella tumba cubierta por los arcos y muros de la abadía. Desde todos los ángulos y rincones saqué fotos. Es un lugar que recomiendo, sinceramente, a todo el que viaje por Inglaterra.
A la salida, y de vuelta a casa, paramos en otro pueblo famoso por su catedral gótica: Wells. Dicen que es la catedral más grandiosa del país y, a pesar de que ya era de noche, pudimos hacernos una idea de su grandiosidad. Aunque eso sí, queda como asignatura pendiente para verla con luz natural. En esta catedral destaca sobre todo su fachada occidental, que contiene la mayor galería de escultura medieval del mundo y en la nave, sus «arcos de tijera» únicos en su género. El pueblo de Wells tiene mucho encanto también, y nos prometimos volver, porque nos quedamos bastante impresionados.
Cuando llegamos a casa, a Tiverton, nos esperaba una cena típica inglesa: roast beef con su guarnición, y sus salsas típicas, como la salsa oscura de carne, tan buena y tan «tipical english». Esta salsa que se llama «gravy», suele acompañar los asados. Se elabora combinando el jugo de la carne con vino blanco y brandy. Nos pusimos hasta las cejas con la cena cocinada por el Chef, de los Chefs, nuestro anfitrión Daniel, y los vinos chilenos que no nos dejaron solos ni por un momento…
Sábado 10: Plymouth, punto de partida del «Mayflower»
Para la excursión del sábado, nada mejor que otro «hito» de la cocina inglesa: un desayuno en toda regla, con sus huevos, bacon, salchichas y «tomato beans». Con toda la energía y un sol resplandeciente, a pesar del frío, salimos de casa con destino a la costa: Plymouth.
Saliendo de Exeter, en Exwick un barrio de la ciudad, vimos otra de esas estampas británicas: un museo de máquinas cortacésped, con las maquinitas expuestas en el jardín del propietario. Sin comentarios….
Para llegar a nuestro destino, Elena y Daniel nos llevaron por las «moors» del Parque natural de Dartmoor, formado por colinas y rocas, muy interesante. Por caminos, bordeados por piedras y colinas, fuimos recorriendo la campiña inglesa como en una película de James Bond. A mí me recordaba a esas escenas en las que los malos persiguen a los buenos por carreteras estrechas, y sinuosas, en coches ingleses, del tipo Aston Martín. Además vimos varias granjas donde se vende la famosa sidra natural del condado de Devon. Paramos incluso en una de ellas para comprar unas botellas pero estaba cerrada.
En un momento dado, tuvimos que disminuir la velocidad ya que había un montón de gente montada a caballo, a punto de iniciar una cacería. Estaban en mitad de la carretera, y fue un buen momento para ver de cerca a esos ingleses e inglesas de la jet-society, vestidos de jinetes y con ganas de cazar al zorro. Son actualidad en estos momentos, porque el Parlamento está intentando prohibir la caza del zorro, pero la oposición es muy fuerte, empezando por el mismísimo príncipe Carlos y su querida Camila, con afición por esto de perseguir a zorros indefensos…
Como decía antes, esta gran zona del Sur de Inglaterra estuvo habitada durante el mesolítico por tribus de cazadores. Además de las colinas ondulantes formadas por masas de granito, existen en el brezal barracas de la Edad de Bronce (la colección de mayor densidad del noroeste de Europa) y otras restos prehistóricos. Hay también casas medievales y muchos poblados donde resaltan las iglesias medievales. En mitad del camino, paramos en Princetown, donde se encuentra la cárcel de Dartmoor, muy famosa por sus medidas de protección (dicen que es la más custodiada del país). En medio de la nada, de los páramos del Parque natural, la cárcel es un edificio gris, construida en tiempos de Napoleón, con un aspecto muy austero y muy de libro de Artur Conan Doyle, el autor de Sherlok Holmes. De hecho, el autor situó la trama de su libro el «sabueso de Bakersville» en esta zona de páramos y peñascos de granito.
Impresionante el paisaje. Cuando llegamos a Plymouth, la ciudad costera que vio partir al «Mayflower» hacia el nuevo mundo y fue patria de Sir Francis Drake. Ya era la hora de comer, así que dejamos el coche en el parking y nos pusimos a pasear por la costa, mientras íbamos viendo diferentes rincones de esta ciudad-puerto, con más de 500 años de antigüedad. Paseando vimos un mercadillo con productos gastronómicos de la zona: queso chedar, sidra de los condados de Devon y Somerset, etc. Pedimos un «pasty», comida típica que comían los mineros de la zona, que consiste en una especie de empanada rellena de «beef», nabo y pimienta, que estaba buenísimo. Con este bocado, fuimos entrando en calor, porque la brisa marina que azotaba nuestras caras era congeladora.
La ciudad en sí no tiene mucho para ver, ya que fue destruida por los alemanes durante la segunda guerra mundial, y los edificios que se ven son relativamente nuevos. Pero una de las zonas a no perderse, es lo que se conoce como Plymouth Hoe: Es una gran extensión de terreno situada frente al mar, con unas magnificas vistas del Plymouth Sound. Se dice que fue aquí donde Francis Drake insistió en acabar una partida de bolos antes de acometer su asalto a la Armada Invencible. La Torre de Smeatons es un de los faros más famosos del mundo, fue trasladado de Eddystone rocks por los victorianos hasta el Hoe en 1877. (ver foto).
Brillaba el sol y mucha gente, fumaba, comía o simplemente meditaba desde el interior de sus coches aparcados, frente al mar. Plymouth ha sido y sigue siendo un referente de la historia marítima: En 1577 el navegante Francis Drake salió de Plymouth para efectuar su primera vuelta al mundo y también fue quien repelió el ataque de la Armada invencible española unos años después. En 1620 salieron en el Mayflower los peregrinos que llegaron a las costas de América del norte y en 1831 Charles Darwin comenzó su viaje desde este puerto, hacia las islas Galápagos.
Bajando por la costa, llegamos hasta el puerto pesquero. Esta zona preciosa se llama Barbican. Es sin duda la zona más interesante de la ciudad. Con sus calles estrechas y sus casitas de estilo Tudor y Victoriano, el paseo por allí, mientras se ven los barcos de pesca y se respira la brisa marina, merece la pena. A orillas del mar, se encuentra un bar también llamado Barbican muy «marinero». El personal se comía unos bocatas de tamaña gigante al aire libre, aunque la temperatura era más que fresca. (ver foto). Muy cerca también, en la orilla del muelle están las escaleras, llamadas «Mayflower steps», construidas en 1934 como un recuerdo permanente de los peregrinos que abandonaron el país hacia el Nuevo mundo.
Volvimos al coche por las calles empedradas del puerto y pasamos por delante de una antigua destilería de ginebra, renovada y convertida en tienda-museo. Se sigue elaborando la ginebra de Plymouth y según tengo entendido es bastante conocida en el país. Lo que no me atrevo a decir, es si era la marca preferida de la Reina Madre, porque según tengo entendido sus arrugas las conservaba en Ginebra Bombay Saphire.
A la noche nos esperaba el «desmelene» en una fiesta Navideña, organizada por la empresa donde trabaja Elena. Así que volvimos a Tiverton y nos preparamos para una noche de «ready to kill». En poco más de una hora, regresamos de Plymouth, aunque esta vez por autopista. La cena la hicimos por nuestra cuenta en Exeter y quedamos para el «baile» en el hotel donde se celebraba la fiesta anual de navidad. Es una costumbre muy arraigada en Inglaterra, eso de juntarse a cenar con los compañeros del trabajo y bailar hasta las tantas, antes de navidad.
En Exeter, cenamos en una pizzería muy cercana a la catedral. El local está muy bien pero nos quedamos con las ganas de cenar en el «Brazz», un restaurante muy fashion que esa noche estaba hasta los topes por cenas de empresa. Así que para combatir el frío, nada mejor que una pizza «rabiosa», picantísima como la que cenamos, y unas buenas pintas de cerveza en un pub inglés.
Antes de entrar en uno, dimos un paseo por las calles principales de Exeter y nos quedamos alucinados con el personal. Debía hacer como mínimo 5 grados bajo cero, y ahí estaban las inglesas con sus minifaldas, tirantes y sandalias, por eso de «antes muertas que sencillas, o mejor dicho, antes muertas que esconder un trozo de michelín bajo un jersey de lana». Alucinante lo que hacen las inglesas por lucir carne. Era sábado noche, y el ambiente estaba caldeado. Gordas, flacas, altas y bajas, daba igual, lo que importaba era lucir palmito y laca de uñas en los pies, aunque pasasen pingüinos por la calle….
Pasadas las diez y media cogimos un taxi, y fuimos al hotel donde se celebraba el gran «party». Allí también lucían algún que otro tirante, pero la mayoría eran talluditas que combatían el frío a ritmo de los grandes éxitos del pasado….La recepcionista, que era más fea que pegarle a un padre y supuestamente «la cara visible» de la empresa, se contoneaba frenéticamente a ritmo de Rock and Roll, mientras Peggy Sue y sus compañeras de oficina la ninguneaban por no sé que razón. Los restos de matasuegras y confetti por las mesas, y algún rostro alicaído con pintas de «qué hago yo aquí?» se mezclaban con los más bailongos que no dejaron de mover el esqueleto hasta la «intempestiva» hora de cierre: la 1 de la madrugada. Yo observaba y pensaba en la cantidad de recursos que hubiese encontrado aquí el manchego Pedro (para los amigos), para rodar y mejorar, seguramente, su «¿qué he hecho yo para merecer esto?.
Al filo de la medianoche, y cuando los cubatas embotellados, de esos que vienen preparados ya, iban desfilando peligrosamente, llegó la bomba atómica. Los músicos se desmelenaron, empezaron a cantar los éxitos de los Beatles y en ese momento llegó el momento cumbre de la noche: uno que bailaba que parecía que le había dado un ataque violento de epilepsia, empezó a dar saltos sincronizados por la pista como si le poseyese el mismísimo Satanás, la recepcionista «difícil de ver» sacó a su chico (probablemente su hermano, engañado y sobornado para la ocasión) a mitad de pista para que Peggy Sue y las otras dejaran de pensar, de una vez por todas, que ella era una soltera amargada, y ya como colofón, todos los que quedaban empezaron a dar brincos y saltos como si en ese preciso momento, los mismísimos «escarabajos» de Liverpool hubiesen resucitado con Paul y Jhon Lennon a la cabeza. Apoteósico momento….Un final de fiesta navideña para recordar y seguramente…… para no repetir, si no volvían los mismos personajes de esa noche… Sólo por verlos había merecido la pena ir allí.
Domingo 11: de despedida en Bath
La niebla cubría todo al despertar, pero daba igual, los planes estaban hechos. Nuestro avión salía de Bristol a primera hora del lunes, así que teníamos un hotel reservado para dormir en Bristol y antes iríamos a otra ciudad monumental del Reino Unido: Bath. Es una ciudad que ha sido declarada «patrimonio de la Humanidad» por la UNESCO. Yo había oído hablar de sus baños romanos y por ser el lugar de residencia de uno de mis músicos preferidos: Peter Gabriel. Más tarde, descubrí que la escritora Jane Austen, la autora de «Sentidos Y Sensibilidades» también fue otra de los residentes y visitantes famosos de Bath. Estuvo dos veces en la ciudad a finales del siglo XVIII y residió en la ciudad entre 1801 y 1806. Dos de sus novelas: La Abadía de Northanger y Persuasión, están ambientadas en Bath.
Nos costó un buen rato aparcar en el parking. Además de ser domingo, Bath es un lugar donde acude mucha gente de por sí, y pronto descubrimos el por qué: posee varios de los mejores lugares de interés arquitectónico en Europa, entre los que se incluyen los Balnearios Romanos (Roman Baths) la Sala de Bombas (Pump Room), y la calle Real (Royal Crescent), el puente Pulteney y el Circo. Es monumental y ejemplo de excelencia arquitectónica. Se dice que la ciudad fue fundada por los romanos en el siglo I, alrededor de un manantial consagrado a la Diosa del agua Minerva. Las propiedades curativas del agua de las termas han hecho que desde entonces, y sobre todo, en la época Isabelina hasta la época Georgiana, Bath fuese un complejo termal muy frecuentado por las clases pudientes.
Nosotros empezamos el «tour» a través de una gran explanada donde se erige un conjunto de edificios, formando una media luna abierta a un gran parque (ver foto). Fue el primer ejemplo que vimos del estilo georgiano Royal Crescent. Entre 1767 y 1774 el arquitecto John Wood el Jóven diseñó un plan de urbanismo único en su género, con casas adosadas de piedra color ocre, como residencias para las clases pudientes que vivían en Bath. El conjunto es impresionante y dentro de él, destaca el nº 1 de la plaza en semicírculo, ya que se conserva como una antigua vivienda georgiana y alberga un jardín del siglo XVIII, que se puede visitar (entre las 11:00 y las 17:00).
Sin darnos cuenta, llegamos al centro de la ciudad, donde junto a la abadía gótica, se encuentra el famoso balneario de aguas termales de Bath. Antes de entrar en las termas, dimos una vuelta por la abadía, y conseguimos hacernos un hueco entre los cientos de turistas que visitaban como nosotros esta maravilla del gótico. La abadía del siglo XV, fue construida sobre el emplazamiento de un monasterio sajón, donde fue coronado el primer rey de Inglaterra en el año 973. La admiramos por fuera, y decidimos no entrar dentro, ya que había muchísima gente y preferimos entrar directamente en las termas.
La antigua villa romana de Aquae Sulis fue fundada en el siglo I d.C. sobre el mismo lugar en el que se encontraban los manantiales. Los baños fueron abandonados con posterioridad, y hacia el siglo XV la comunidad tomó otro giro comercial. En 1987 fue declarada Patrimonio de la Humanidad. La estructura y el estado del complejo son sumamente bellos. La entrada vale 12 libras (algo más de 3000 de las antiguas pesetas), y merece la pena. Con el sistema de audífonos en castellano, fuimos recorriendo las ruinas, salas y termas con agua humeante, durante dos largas horas. Uno de los puntos más interesantes del recorrido llega al final, cuando la visita acaba en la piscina central, donde en las aguas humeantes se reflejan los perfiles de la abadía gótica (ver fotos).
Indescriptible y emocionante ver tanta belleza de una sola vez. Atardecía y la luz anaranjada del sol tardío, teñía de ocres y colores rojizos las piedras de la abadía, que se reflejaban a su vez en el agua. Fue otro de los momentos memorables del viaje. EL secreto de las aguas humeantes parece ser que reside en que aún hoy, sigue habiendo actividad volcánica que subyace, y por eso, el agua de las termas de Bath aparece humeante y caliente. Al salir, tambiénvimos el Pump Room, un balneario del siglo XVIII, actualmente convertido en salón de té.
Anochecía cuando salimos de las termas y fuimos paseando hacia otro rincón de Bath a no perderse: el puente Pulteney, sobre el río Avon. Es un puente de tres arcadas, comparable al ponte vecchio de Florencia, con tiendas en sus galerías. Nos quedamos extasiados viendo el río y el puente durante un buen rato (ver foto), y desde allí fuimos regresando al coche, para ir a nuestro destino final: Bristol. Teníamos que dormir allí para coger el avión al día siguiente.
Bristol se encuentra muy cerca de Bath. Nos quedamos con las ganas de ver esta ciudad porque ya era de noche y además hacía una niebla tan espesa que no se veía ni «tres en un burro». Lo que sí pudimos intuir, es que es una ciudad volcada al mar, y a los canales que la atraviesan. Olía a mar. Vimos varios edificios vanguardistas que se dibujaban en la penumbra, durante nuestro paseo, y nos quedamos con ganas de volver a esta ciudad que sólo pudimos intuir. Nuestra última noche la pasamos en un hotel que pertenece a una cadena que se llama «travelodge»: http://www.travelodge.co.uk , con precios muy competitivos, y una muy buena relación calidad-precio.
El tiempo no daba para más. Habíamos disfrutado en Exeter, Plymouth, Glastonbury y Bath y nos prometimos volver a Bristol en un plazo de tiempo no muy lejano. No nos despedimos de las tierras de Avalón para siempre… Volveríamos… sin duda!!!