Lisboa «Obrigada»


 

LISBOA- SINTRA-CASCAIS-ESTORIL
Del 29 de abril al 1 de mayo 2006)

Siempre apetece subirse en un tranvía de color «amarelho» en Lisboa, se llame deseo o no. Perderse por las sinuosas calles de la Alfama y descubrir rincones inaccesibles, sin que falte el aliento. Subidas y bajadas de cuestas que se adentran en las entrañas de esta ciudad, Lisboa, la «Dama» del Tajo. Melancólica, a veces decadente y otras veces renovada, la villa del «Fado» sigue seduciendo al viajero que la conoce por primera vez y al que no deja de olvidarla. Un poeta definió a Lisboa como una «varina», como una de aquellas mujeres que vendían pescado en la calle: «Usa sandalias y tiene movimiento de gata, en la cesta una carabela y en el corazón una fragata».

Teníamos 3 días para recorrer Lisboa, para «diseccionar» todos sus rincones, piedras y jardines. Desde el «Castelo de San Jorge» hasta el Chiado de Pessoa, desde la Praça do Comercio, hasta la Torre de Belém. Incluso, tuvimos tiempo de visitar Cascais, Estoril y Sintra: Tres lugares que merece la pena visitar, y a los que en menos de una hora se llega en tren de cercanías.

Sábado 29 de abril: Amanece en Lisboa
En Portugal tienen el mismo huso horario que en Reino Unido. Según tengo entendido los portugueses, en su día, no se creyeron eso de que cambiando la hora se ahorrase energía y decidieron hacer caso omiso. No sé si serán sólo habladurías, el caso es que con este desfase, a las 8 de la mañana ya estábamos aterrizando en el aeropuerto lisboeta.

El sol despuntaba y se avecinaba un día radiante. Al salir del recinto aeroportuario (que me gusta la palabrita oiga!), cogimos un autobús que nos llevaría al centro de la capital. A medio camino me di cuenta de que íbamos por mal camino. Me había dejado guiar por el plano de un sitio al que queríamos ir en un principio, pero que por desgracia estaba completo. Digo por desgracia, porque tenía muy buena pinta: http://www.lisbonloungehostel.com. Así que nos bajamos del autobús y cogimos el metro para ir al hotel que realmente habíamos reservado: el residencial Lardo Areeiro: http://www.residencialardoareeiro.com

Se trata de un sitio recomendado en varios foros de opinión en Internet, que por 35 euros la habitación doble con desayuno incluido, resuelve bastante bien el alojamiento en Lisboa. La habitación no era «lujosa», el minibaño hacía su papel pero estaba muy bien comunicado y ubicado en una zona tranquila. Así que en cuanto dejamos las maletas, cogimos el metro y nos fuimos hasta la última parada de Cais do Sodré, a orillas del Tajo. Esta parada es una estación intermodal, desde donde se coge también el tren de cercanías para ir a Cascais y Estoril.

Llegamos a orillas de Gran río Teijo como le llaman los lisboetas y fuimos remontando por la orilla hacia la Plaza del Comercio, desde donde se suele iniciar la visita a Lisboa. Esta Praça, también conocida como Terreiro do Paco, está flanqueada en tres de sus lados por edificios simétricos de amplios soportales y fachadas del mismo color amarillo que los tranvías. Desde allí también salen los barcos que llevan a la orilla opuesta, al barrio histórico de Belém o al Parque das Naçoes, donde se instaló la Expo Universal de 1998.

Estuvimos un rato en la Plaza del Comercio y desde allí, nos adentramos en dirección opuesta al río por las calles de la Baixa, un barrio reconstruido tras el gran terremoto. (Más tarde supimos la historia de este desastre natural que ha dejado huella en toda la ciudad). Las calles en esta zona comercial están perfectamente ordenadas y siguen un plan de urbanismo de calles en cuadrícula siguiendo el modelo de Barcelona. Casas y comercios con fachadas revestidas de azulejos, gente entrando y saliendo de los establecimientos y mucho ambiente de par de mañana. Así nos recibía Lisboa.

Atravesando la Baixa, llegamos a dos plazas importantes: la del Rossio y la Plaza de Figueira, desde donde se ve la cima del Castillo de San Jorge, en la Alfama, un barrio de pescadores, muy auténtico.Cerca de la plaza de Figueira, se encuentra también otro símbolo de la ciudad: el Elevador de Santa Justa. Merece la pena subirse a este «ascensor urbano» para ver las vistas de Lisboa desde las alturas. Este ascensor de hierro forjado de 45 m de altura, construido hace un siglo por un discípulo de Gustavo Eiffel, une la ciudad baja con el Chiado y el Bairro Alto.

Cerca del mediodía, empezamos a ver muchos turistas, en su mayoría españoles. De esos, que en grupo, son la peor pesadilla del viajero, que lo último que quiere es que se le identifique como paisano de los mismos que no paran de hacer chistes malos sobre todo lo que ven. En el elevador ya escuchamos varios chistecitos de los de «trágame tierra» y en cuanto nos apeamos, nos alejamos de la manada de «txikitos de la calzada» en trance. Qué pesadilla…

Las vistas desde arriba son espectaculares. Estuvimos un buen rato, hasta que la llegada de «hordas» de turistas nos animó a irnos de allí, en dirección al Chiado, pasando junto a las ruinas de la Iglesia do Carmo, que se han mantenido intactas como recuerdo del gran terremoto.

Nos unimos a un grupo que atendía a las explicaciones de un guía sobre lo que aconteció en el año 1775. Las catástrofes nunca vienen solas y los lisboetas a falta de un desastre tuvieron además de un terremoto, un tsunami. Según relató el guía, El terremoto tuvo lugar la mañana del 1 de noviembre, el día de Todos los Santos. Los informes contemporáneos indican que el terremoto duró entre tres y seis minutos, produciendo grietas gigantescas de cinco metros de ancho que se abrieron en el centro de ciudad. Los supervivientes huidos al espacio abierto que constituían los muelles no tuvieron mejor suerte, ya que poco después se «abría» literalmente el mar y un tsunami enorme, con olas de entre 6 y 20 metros, engulló el puerto y la zona centro. Un desastre que se saldó con 90.000 muertos y el primer terremoto europeo que se documentó. Para colmo de males, a estos desastres le siguió un incendio que destruyó gran parte de la ciudad. El ochenta y cinco por ciento de los edificios de Lisboa resultaron destruidos, incluyendo palacios y famosas bibliotecas, así como la mayoría de los ejemplos de la arquitectura de estilo manuelino del siglo XVI.

Tras la tempestad llegó la calma, y el gran «reconstructor» de Lisboa fue el Marqués de Pombal. Fue Primer ministro, y junto al rey de Portugal, contrataron arquitectos e ingenieros, y en menos de un año Lisboa estaba libre de escombros y se iniciaba la reconstrucción. La «marca» del Marqués quedó patente en los edificios construidos a prueba de seísmos y en las grandes avenidas que componen la Baixa.

Por la rua Garret, cerca de las ruinas de la Iglesia do Carmo, llegamos a otro símbolo de Lisboa: el café Brasileira, donde descansa en su entrada, una escultura dedicada al poeta Fernando Pessoa. Este café, fundado en los años 20, era el centro de toda la movida intelectual de aquellos años. Su fachada con elementos de Art Nouveau, es parada obligatoria y recuerda un poco a otros cafés como el Café Gijón en Madrid o el Iruña en Bilbao.

Era mediodía y decidimos imitar a Pessoa, y sentarnos en una terraza para tomarnos una merecida «cerveja». Una vez más, disfrutamos del «desfile» de gente paseando delante de nuestro «palco en primera fila». La gente iba y venía con bolsas de compra. El clima invitaba también a este relax que interrumpimos al cabo de media hora, para perdernos intencionadamente por las calles del Barrio Alto.

Es un barrio con mucho encanto, con calles de paredes desconchadas, bares oscuros y restaurantes con más o menos «glamour». Olía pecaminosamente a sardina asada y en algunos portales vimos cómo algunas familias asaban sus pescados en pequeñas barbacoas a pie de calle, como si fuesen chiringuitos urbanos de uso exclusivamente familiar. Daban ganas de «autoinvitarse» pero tampoco era cuestión de abusar de los privilegios «adquiridos» por ese tipo de turistas que se hacen los tontos, para conseguir lo que quieren.

El olor a sardina asada se confundía con la mugre que destilaban algunos de los garitos que anunciaban conciertos de Fado nocturnos. Muchos locales están cerrados al mediodía y abren sus puertas al anochecer, para cenar y disfrutar de esos fados nostálgicos, llenos de «saudade». Las letras de fado son de contenido sentimental, enfocando temas de anhelos, tristeza y fatalismo, Según el diccionario, «Saudade» significa nostalgia, añoranza. Dos adjetivos que definen muy bien la imagen que evoca y cautiva de Lisboa.

La «Voz de Portugal», como así se conocía a la reina del Fado, Amalia Rodrigues, se extinguió en 1999. Otras voces como la cantante Mizzia, o el grupo Madredeus han tomado el relevo. Escuchar un concierto de fados era una asignatura pendiente de otras visitas a Lisboa y me prometí a mí misma que esta vez sí que lo haría. Pero era mediodía y los fados se escuchan entre velas, humo de tabaco y un buen vino. Así que volvimos a la realidad y callejeando, mientras disfrutábamos del Barrio Alto, buscamos un restaurante para comer un buen pescado al horno y un buen vinho verde.

Lo encontramos. Era un restaurante de los que abundan en esta parte de la ciudad: mesas corridas, cocineras y cocina de cara a los comensales y decoración «cutre-lux», con calendarios caducados de Michelín, tapices con escenas de cacería y alguna que otra figurita de plástico coronando la televisión de 20 pulgadas…

En ese momento se me ocurrió que lo mismo que existen guías de los bares o restaurantes más «fashion» en todas las ciudades , tendría que haber una guía de las «catedrales» del cutre lux, con la lista de los rincones más chochis verdad?. No sería mala idea, todo es cuestión de estudiarlo.

Nos vino a atender un «Vito Corleone» a lo lisboeta. El mismo que más tarde nos sometió a un «atraco a mano armada». Los portugueses dicen, orgullosos, que tienen más de 365 recetas de bacalao, una para cada día del año. Nosotros optamos por un Bacalao a Bras o dourado, que consiste, en un revuelto de bacalao desmenuzado y mezclado en la sartén con cebolla frita, patatas paja y huevos batidos. El secreto es que esté jugoso.

Para acompañar, nada mejor que un buen vino verde, bien fresco. Nosotros lo pedimos y la verdad es que nos supo a gloria bendita. La comida nos gustó y el dueño nos debió ver la cara de turistas «pagatodo», porque por una comida que en Lisboa cuesta 30 euros, nos clavó 48 euros, y 15 por la botellita de vino.

Tampoco era cuestión de montar jaleo a la primera de cambio, pero me fastidió la cara de pardillos que se nos quedó cuando vimos la «tomadura de pelo». Además, aviso a los que no hayáis estado nunca en Portugal: tienen la «bonita costumbre» de servir sin que nadie lo pida, unos aperitivos como queso, croquetas o aceitunas. Ay de aquél que se crea que es «gentileza de la casa»! nada que ver! cuando llega la cuenta, el precio de los aperitivos aparece fielmente reflejado y ya no hay marcha atrás. Quién avisa, no es traidor…

Salimos de allí y del cielo caían «llamas de fuego». A esa hora, con el hambre y la sed saciadas, lo mejor que podíamos hacer es dormir una buena siesta en un parque de los que abundan en Lisboa. Volvimos a nuestro punto de partida, la parada de Cais do Sodré, y en el tranvía nº 15 nos fuimos a la otra punta de la ciudad: la zona donde se encuentran la famosa Torre de Belém, el monumento a los descubridores y el Monasterio de los Jerónimos.

Para llegar hasta allí, pasamos muy cerca del imponente puente colgante de hierro rojo, «hermano» del Golden Gate de San Francisco, que cruza de orilla a orilla del río Tajo. Es el puente del 25 de abril (fecha que conmemora la Revolución de los claveles que hizo caer al dictador Salazar en 1974).

Se denominó así «Revolución de los claveles» porque a pesar de los continuos llamamientos radiofónicos a la población para que permaneciera en sus hogares, miles de portugueses ganaron las calles mezclándose con los militares sublevados. Fue una marcha pacífica, en la que la gente llevaba claveles en vez de armas.

Uno de los mejores recuerdos que tenía yo de Lisboa, era precisamente el momento que vivimos Marcel, mi primo y yo, allá por el año 93, cuando cruzamos el puente al llegar a Lisboa, procedentes de Pamplona. Tras un viaje por media España, pasando por Ávila, Segovia, y Extremadura, la entrada a Lisboa por el puente, en mi coche de segunda mano, que llegó a duras penas, fue «triunfal». ¡Qué tiempos aquellos…!!!!

LLegamos al Parque que se encuentra justo en frente del Monumento a los descubridores, buscamos una sombra y sin pensarlo dos veces, nos tumbamos para echarnos una siesta de «lujo asiático». Yo, la verdad es que no tengo costumbre de echar siesta pero he de reconocer que fue la mejor idea. Al despertarnos, durante un rato estuvimos «observando» a una pareja que entre carantoñas y broncas, pasaban la tarde en el parque. En más de una ocasión nos pillaron «in fraganti» mirándoles y decidimos irnos de allí, antes de que llamaran a la policía y nos denunciaran por «cotillas».

Hay monumentos que gustan a todo el mundo. Otros no. Es el caso del Monumento en honor a los descubridores, que asoma sobre el río Tajo. A mí personalmente no me disgusta, pero reconozco que es un poco «rimbombante». Se construyó en 1960, para conmemorar los 500 años de la muerte de Enrique el navegante, el descubridor de las islas Azores y de otros rincones de áfrica. El monumento mide 52 metros de altura y honra a los marineros y a todos los que participaron en el desarrollo de la Era de los Descubrimientos.

Muy cerca de allí, también se encuentra la famosa torre de Belém. Es obra de Francisco de Arruda y constituye uno de los ejemplos más representativos de la arquitectura manuelina. En el pasado sirvió como centro de recaudación de impuestos para poder entrar a la ciudad. Hoy en día, la torre alberga un museo pero no pudimos verlo porque ya había cerrado sus puertas a las 17:30.

No nos quedó más remedio que volver sobre nuestros pasos, después de disfrutar un buen rato de las vistas sobre el Tajo y la Torre. La tarde seguía espléndida con unos 23 grados de temperatura. Entramos en el Centro Cultural de Belém, un moderno edificio enorme en que el anunciaban una exposición sobre Frida Khalo. Tampoco tuvimos suerte, porque justo en ese momento también cerraban sus puertas. (los horarios portugueses son más europeos que latinos). Tenía buena pinta la exposición y la dejamos pendiente de ver para el día siguiente, aún a sabiendas de que posiblemente tampoco tendríamos tiempo…

Poco a poco el sol iba escondiéndose en la inmensidad del mar, y con los colores rojizos y anaranjados del atardecer fue cómo vimos el impresionante edificio manuelino del Monasterio de los Jerónimos. Diseñado en estilo manuelino por el arquitecto Diego de Boitaca, fue encargado por el rey Manuel I de Portugal (1515-1520) para conmemorar el afortunado regreso de la India de Vasco de Gama. Su construcción se inició en 1502 y terminó a finales del siglo. Entre sus muros están enterrados los reyes de Portugal, el navegador Vasco de Gama, el poeta nacional Camoes y el escritor Fernando Pessoa.

El Monasterio es realmente impresionante. Y el no va más, es cuando además de disfrutar del edificio, se tiene la ocasión de escuchar una misa cantada por una voz femenina como la que oímos. No hay palabras. La solista tenía una voz mágica y envolvente. Fue un verdadero placer escucharla en ese entorno. Para cuando nos quisimos dar cuenta, y «volvimos a la realidad», ya se había oficiado la misa y empezaba otra función de aniversario de boda, con una familia entera celebrando las bodas de oro de los abuelos.

Al salir, justo en frente del Monasterio cogimos el mismo tranvía que nos había llevado hasta allí, el nº 15. Iba a rebosar el tranvía. La conductora, cada vez que nos aproximábamos a las paradas, iba negando con el dedo, haciendo ver a los que esperaban en las marquesinas, que el tranvía iba completo. Hasta el mismo centro nos llevó y en la plaza da Figueira nos apeamos, delante de una terraza que nos «echaba los tentáculos», y nos incitaba a tomarnos una cerveza, antes de cenar.

Sin rumbo fijo y sin saber muy bien donde ir a comer algo, recordé las informaciones que me había dado, por la mañana, la chica que atendía la oficina de turismo de la Baixa. A la pregunta de dónde podíamos escuchar buen fado, ella nos recomendó el «Club do Fado«, que se encuentra a unos 500 metros de la Plaza del Comercio, por el lado derecho, según se entra a la plaza desde el mar.

Entramos por la parte baja del mítico barrio de la Alfama, el cual teníamos previsto visitar al día siguiente. Nos guiaba, una vez más el olor a pescado a la brasa que provenía de los restaurantes que se encuentran justo a la lado de la «Casa dos Bicos«. Esta casa de las conchas lisboeta poco tiene que ver con la de Salamanca. Está bastante sucia y descuidada, y es una pena porque en su día debió ser monumental. Formaba parte de un palacio del s. XVI que perteneció al hijo de Alfonso de Albuquerque, el virrey de las Indias que se apoderó de Goa en 1510. La primera planta se derrumbó durante el terremoto de 1755 y se reconstruyó en 1982.

Dorada y sardinas, regadas con el incodicional y «obligatorio» vino verde, bien fresco. Eso es lo que cenamos en una terraza al aire libre. La gastronomía portuguesa se basa principalmente en el pescado. Según dicen, es el país europeo donde más pescado se consume por habitante. Sin salsas ni aditivos, pescado natural a la brasa y bacalao en todas las variantes posibles.

Cuando acabamos, estábamos tan agotados que decidimos coger un taxi y dejar los cantos tristes de Amalia Rodrigues para el día siguiente. Aún nos quedaba mucha Lisboa por quemar y tampoco era cuestión de gastar todos los cartuchos…

Domingo 30 de abril: Alfama, Cascais y Estoril
Espídicos y vitamínicos, así nos levantamos la mañana del domingo, dispuestos a «comernos» el mundo, o por lo menos el desayuno que se servía en una terraza, contigua a la recepción del hotel. Era un día con «buenas vibraciones»: brillaba el sol y la brisa del mar llegaba hasta la parte alta de la ciudad, donde nos encontrábamos.

En metro llegamos hasta la parada de Rossio, y allí cogimos el tranvía nº 12 que nos habían recomendado para recorrer la Alfama. (Más tarde descubrimos que el nº 28 es incluso más interesante, ya que tiene un recorrido mucho más sinuoso y se mete por los rincones más inhóspitos de este barrio antológico). Tuvimos que esperar un buen rato a que llegara el tranvía; se notaba que era domingo y que la ciudad estaba «tomada» por los turistas. Cuando por fin subimos en el 12, empezamos a subir colinas y cuestas mientras todos pensábamos lo mismo: mejor en tranvía que andando. (Al-hama significa aguas calientes haciendo referencia a las fuentes termales situadas en el largo das Alcaçarias).

La parada «obligatoria» en la Alfama, es la que se encuentra justo en el Mirador de Santa Lucía. Esta plazoleta, contigua a la iglesia de Santa Lucía, se ha convertido en un excelente mirador. Desde aquí se tiene una magnífica vista del Tajo, el puerto y los tejados de la Alfama entre los que sobresalen los campanarios de San Miguel y de San Esteban.

Siempre hay turistas y con un día soleado como el que nos tocó, aún más. Muy cerca de allí, yendo por calles estrechas, se accede a la puerta principal del «Castelo» de San Jorge. En realidad se conoce como Castillo a las ruinas de un Castillo, ubicado en la colina de San Jorge. Cuando llegamos a la entrada, la cola daba la vuelta a la manzana y con buen criterio, decidimos seguir nuestra ruta. Habíamos subido en tranvía y la bajada por las calles de la Alfama la hicimos a pié, pasando por la Catedral.

La conocida como (de Sede Episcopal), no destaca por su belleza . Nos gustó mucho más el Monasterio de los Jerónimos. Fue el primer templo de la ciudad, y al igual que el Castelo de Sao Jorge, al ser reconstruida varias veces muestra una mezcla de estilos arquitectónicos.

Al salir, seguimos bajando y llegamos hasta la parada de Cais do Sodré, para coger el tren de cercanías que nos llevaría a Cascais y Estoril. Era Domingo y día de playa. El tren iba a tope de gente con bañador y toalla y nosotros habíamos calculado mal y nos sobraba la mitad de la ropa. Aún y todo, disfrutamos muchísimo de las vistas y del trayecto por la costa que iba desde Lisboa hasta Cascais, la última parada.

Por 3 euros, ida y vuelta, en poco menos de 1 hora, se llega a estas dos localidades de veraneo, unidas entre sí por un paseo marítimo. La verdad es que pasamos mucha envidia, viendo a la gente bañarse en el mar. Parece mentira que viniésemos del levante con tanta ropa. ¡Qué pardillos!!!

Cascais y Estoril, con sus palacios, Casonas y jardines a pié de mar, me recordaron mucho a otras ciudades de veraneo burgués, como San Sebastián o Santander. La costa de Estoril se conoce también como la «Costa de Oro«.

Justo al lado de la estación de tren de Estoril, se encuentra sobre el mar, el Palacio donde los Borbones pasaron sus años de exilio y los jardines del Gran Casino, que dicen que es el mayor de Europa.

El Palacio del exilio de los Borbones Se llama «Villa Giralda» y entre sus paredes, fue donde ocurrió uno de los dramas de los Borbones: cuando el actual rey mató por accidente a su hermano Alfonso con una pistola que creía que estaba descargada. La imagen de este Palacio me vino enseguida a la memoria (muchos años viendo el «Hola» quizás…). Lo que nos quedó claro, en todo caso, es que los Borbones no habían elegido mal lugar para exiliarse. Pobrecillos, qué mal lo debieron pasar en un sitio tan «horrible»…

Cuando entramos ya en el centro de Cascais nos encontramos con un pueblo muy «auténtico», con casitas blancas de pescadores, con sus macetas y fachadas revestidas de azulejos, calles peatonales y muchos, muchos turistas y paseantes. La mitad de la población de Lisboa estaba en las playas de Cascais y Estoril y la otra mitad paseando por sus calles.

Nos alejamos un poco del centro y llegamos hasta la «Cidadela«. Las vistas sobre los acantilados y la costa desde la fortaleza, recuerdan mucho a los pueblos costeros de las rías gallegas. Dicen que Cascais y Oeiras eran las primeras poblaciones que avistaban los navíos portugueses que entraban en el Tajo en la época de los Descubrimientos, con especias de la India y oro de Brasil.

Cerca de las murallas de la ciudadela, se encuentra la «Marina», el puerto deportivo, con esos «barquitos» que hacen pensar en lo injusto que es el mundo. Ante tanto poderío y tanta riqueza insultante, tuvimos que refugiarnos en una terraza de un bar y tomarnos una cerveza bien fresca para olvidarnos de nuestro escaso y más que rancio abolengo….En fin, son las cosas de la vida, unos tanto y otros tan poco…

Como tampoco era cuestión de amargarnos la vida por haber visto algún que otro «yatecito» de amarras, después de las birritas y con el optimismo acelerado, empezamos a buscar un restaurante para comer en el centro del pueblo de Cascais. En la oficina de turismo, nos recomendaron subir a la parte alta y así lo hicimos. Nos metimos en el primero que vimos, que no tenía mala pinta, y con el olor a «arroz con marisco», pedimos otra vez, pescado a la brasa. Esta vez emperador y dorada. La botella de vino verde fresquísima no faltó, no podía faltar de ninguna de las maneras. Comimos muy bien y a buen precio. Hasta un brindis hubo por los proletarios como nosotros, que al día siguiente celebrábamos nuestro gran día. Por los propietarios de yates no brindamos, la verdad. No se lo merecían….

Dicen que el hombre es un «animal de costumbres» y lo mismo que algunos se acostumbran a pilotar yates (vaya trauma que tengo, empiezo a preocuparme), otros como nosotros se acostumbran a la maravillosa idea de echar una siesta debajo de un árbol, después de una buena comida.

Encontramos el sitio idóneo enseguida. Un parque verde, frondoso y tranquilo muy cerca del restaurante donde habíamos comido y brindado, cantando «la Internacional». Dos horas de siesta casi, nos dejaron como nuevos. Bajamos al puerto de Cascais y desde allí, fuimos volviendo por el paseo de la playa hasta nuestro punto inicial, la parada de trenes de Estoril.

Era increíble la temperatura tan buena que hacía y la cantidad de gente que estaba disfrutando de las playas, mientras una servidora se moría de envidia, por no haber llevado el traje de baño. Paramos en una terraza, a mitad de camino para refrescarnos y contemplar el atardecer que iba «conquistando» poco a poco las playas y calas de la conocida como «Costa de Oro».

Valió la pena recorrer los casi 4 kilómetros de distancia entre Cascais y Estoril, para poder ver los palacios y casonas que aún se asoman y mantienen el «caché» de este trecho del litoral portugués.

Volvimos a coger el tren de vuelta a Lisboa, y decidimos cenar en el mismo sitio donde habíamos estado la noche anterior. Cuando llegamos a Lisboa, cogimos el tranvía nº 15 hasta el centro, hasta la plaza del Rossío y desde allí cogimos el nº 28 para hacer el recorrido más sinuoso por la Alfama nocturna.

Este trayecto lo recomiendo 100%. Es la mejor manera de recorrer este laberinto de cuestas y calles «sin dejarse el aliento» en ello. Pero, ¡cuidado! Con sacar demasiado la cabeza o el brazo por la venta, porque hay veces que la integridad física corre peligro. Y si no, que se lo digan al pobre chaval que casi se queda literalmente «seco» cuando se tragó literalmente el lateral de una furgoneta.

En Lisboa los niños y no tan niños, tienen la bendita costumbre de subirse a los tranvías en marcha por la parte trasera o por lo costados. En nuestro tranvía iban dos chavales «colgados» de un lateral y se pusieron a bromear con una turista alemana. De repente oímos un ruido horrible y seco y el conductor paró el tranvía. Nos quedamos todos helados, cuando vimos que uno de los chavales que iba bromeando y charlando no se dio cuenta de que asomaba el lateral de una furgoneta. Cuando el tranvía pasó, el chaval se estampó contra la furgoneta y cayó fulminado. El susto fue de órdago, paró el tranvía y mientras la alemana no podía dar crédito a lo que había pasado, sintiéndose culpable por haberle distraído, los demás nos quedamos mirando atrás para ver qué pasaba con el chaval. Su amigo fue corriendo a ver cómo estaba y el herido se levantó a duras penas con fuertes dolores. La «travesura» quedó en un buen susto y no sé si en un par de costillas rotas pero, lo que me quedó claro, es que el «tramveling» es un deporte arriesgado.

Teníamos el susto en el cuerpo aún cuando nos apeamos para cenar en la zona de restaurantes de la noche anterior. Necesitábamos más que nunca un tiempo de relax, y a poder ser unos vasos de vino verde «milagroso». Volvimos a cenar pescado a la brasa y antes de irnos al hotel, intentamos entrar en el Club de Fado. Esfuerzo en vano. El portero nos dijo que estaba completo y que no sabía a qué hora podríamos entrar. Visto el panorama dejamos para otra ocasión lo de los fados, porque tampoco era cuestión de esperar hasta que el «portero de medianoche» no dejase entrar. Así que siento mucho no poder aconsejar un buen sitio para escuchar las canciones tristes, llenas de Saudade portuguesa. La «misión fado» quedaba pendiente para otra ocasión.

Domingo 1 de mayo: Sintra
A las 7 de la tarde salía el avión de vuelta a Valencia. Así que teníamos prácticamente todo el día para visitar la ciudad de Sintra, que también se encuentra a poco menos de una hora de Lisboa. Desayunamos en la terraza contigua al hotel y dejamos las maletas en recepción, ya que teníamos que coger el autobús nº 22 para el aeropuerto, justo al lado del hotel.

Otra vez tuvimos suerte a la hora de coger el tren para Lisboa. A unos 500 metros, se encuentra la estación de Aveiro, desde donde salen trenes en dirección a Sintra cada media hora. Era la fiesta mundial del trabajador y no se veía mucha gente por la calle. Al llegar a nuestro destino ya supimos donde estaba la gente celebrando el 1 de mayo: en Sintra.

Esta localidad, conocida como «Vila Velha«, (ciudad vieja) se encuentra en el interior, en un entorno idílico entre bosques y montañas. Yo la recordaba bella y así seguía Sintra, invitando a perderse por sus rincones. Desde la estación de trenes hay dos opciones: una es la de caminar hacia la parte histórica de Sintra y la otra, hacia la parte comercial y residencial de la ciudad. La parte más interesante es la histórica, donde abundan, entre árboles, las mansiones de los aristócratas portugueses, llamadas «Quintas».

Su nombre es de origen celta, y deriva de la palabra «Sintia», la diosa de la luna de los celtas. No nos extrañó que escritores como Lord Byron eligieran Sintra para vivir e inspirarse. Desde la estación, fuimos caminando entre las sombras que proyectaban los árboles y una música relajante que emanaba del «bosque animado». Se cree que estas montañas son mágicas… Que contribuyeron al clima perfecto de la región, dando origen a unas temperaturas de ensueño y a una humedad que permite que todo sea verde. Tal vez por esto, Sintra se convirtió en el retiro de verano de la Familia Real portuguesa.

En el centro histórico destaca el Palacio Real o Nacional del siglo XV, con sus cocinas coronadas por dos grandes chimeneas blancas de forma cónica. Entre calles estrechas, tiendas y colinas de bosques con sus Mansiones y Palacios «colgados«, Sintra esconde un Palacio al que hay que acceder en coche o en autobús. Se trata del Palacio Nacional de Pena.

Para llegar al «capricho» del que fue marido de la Reina María II de Portugal, hay que subir en cuesta arriba, una distancia de 4 km. Hay valientes que lo hacen andando, pero nosotros optamos por coger el autobús, que tardó en venir media hora e iba cargado hasta los topes. Todos queríamos verlo, aún a sabiendas de que era lunes y el interior del palacio estaba cerrado.

Los grupos de turistas españoles «daban la nota» y cuando conseguimos bajarnos del «Autobús infernal», en el que sólo se oían quejas, respiramos y conseguimos alejarnos de la civilización, perdiéndonos por los jardines y bosques que rodean el castillo.

No podíamos irnos de Sintra sin ver los jardines y el exterior de este palacio «multicolor», encaramado en la cima de una montaña. Según cuenta la historia, el marido consorte de la Reina María II de Portugal, D. Fernando de Saxe Coburg-ghota, tuvo el capricho de construir un palacio similar al castillo de Neuschwanstein, del rey «Loco», Luis de Baviera. Fue construido en 1840 sobre las ruinas de un monasterio de frailes Jerónimos y más que impresionar por su belleza, lo que impacta es la mezcla de motivos árabes, hindúes, góticos, renacentistas y manuelinos. El conjunto es una especie de «pastiche» en technicolor, que merece la pena verlo aunque sólo sea por el grado de extravagancia que desprende.

Cuando regresamos en autobús al centro histórico de Sintra, ya era la hora de comer y buscamos un sitio, que estuviese un poco alejado de los turistas para comer. Encontramos un restaurante muy tranquilo, donde comimos el último plato de Bacalao a la Portuguesa.

Acababa ya nuestro periplo por Lisboa y alrededores. Cogimos el tren de vuelta y al llegar a las 5 a Lisboa, recogimos las maletas del hotel, hicimos algunas compras en un supermercado que estaba abierto y en el autobús nº 22 nos fuimos al aeropuerto, para coger el avión que nos llevaría de vuelta a casa.

Al sobrevolar Lisboa, y dejar la desembocadura del Tajo a nuestras espaldas, recordé las palabras con las que definió Lord Byron a Sintra como el «paraíso terrenal». También recordé a Pessoa que decía que Lisboa parece un racimo de uvas, al estar construida sobre siete colinas, las mismas que poco a poco se iban desdibujando en el horizonte, a medida que nos íbamos alejando.

La verdad es que cuesta mucho dejar Lisboa. Es una ciudad que embruja y enamora. Es de esas ciudades a las que siempre vuelves y de las que nunca te desprendes totalmente. ¿Por qué será? No lo sé. Por ninguna razón en concreto y por muchas razones a la vez. Lo que sí tengo claro es que Lisboa nunca deja de ser tuya, «obrigadamente» tuya.

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