Atenas, Meteora, Delfos, Mikonos, Patmos, Efeso, Rodas, Creta y Santorini.
Del 5 al 15 de octubre 2006
Poner un título a un escrito siempre supone un “rompecabezas”. Al principio dudé, y estuve a punto de “robarle” a Ken Loach el título de su película “lloviendo piedras”, pero al final me decanté por “Grecia on the rocks”. Y ¿por qué este empeño en resaltar lo de las piedras…???? Pues sencillamente porque es tan abrumadora la riqueza arqueológica de Grecia, que al final del viaje tuvimos la sensación de haber hecho un master acelerado en historia, ni más ni menos. La acrópolis, el museo arqueológico de Atenas, las ruinas de Éfeso, el Palacio de Knossos en Creta, etc. Son sólo algunos ejemplos de lo que allí vimos. Pero vamos por partes, que Grecia lo merece.
Salimos el miércoles día 4 de octubre desde Castellón a Barcelona, ya que teníamos que volar, al día siguiente por la mañana con Alitalia, desde Barna a Atenas, haciendo escala en Roma. Al subir las escalerillas del avión, nos recibió, uno de esos “azafatos” que sólo pueden llamarse Luiggi o Fabio: pelo largo, ensortijado y engominado, gafas de pasta “fashion” y sonrisa embaucadora, de esas que sólo los italianos saben modular. Definitivamente lo llevan en los genes…
Salimos a las 10 de la mañana y a las 5 de la tarde, hora local (+1), llegamos al moderno aeropuerto de Atenas, llamado Eleftherios Venselos, en honor al que fuera primer ministro y activo defensor de la independencia de Grecia. Antes de aterrizar sobrevolamos un paisaje impactante: tierras rojizas, mar azul y muchas islas desperdigadas de todos los tamaños. Viendo la inmensidad del mar, y la “pequeñez” de la tierra, desmembrada en islas e islotes, me vino a la memoria un eslogan que había leído en algún sitio y que decía: “el mar tiene un país: Grecia”.
Grande, amplio y moderno es el aeropuerto de Atenas. No hay como organizar una Expo universal o unos juegos olímpicos para poner una ciudad “patas arriba” y dotarla de los mejores medios de transporte y las mejores vías de comunicación. Esa sensación la tuvimos en Lisboa, y en Atenas se volvía a repetir: los juegos del 2004 habían dejado huella.
Entre griegos que se chillaban unos a otros, y un calor casi veraniego en pleno mes de octubre, conseguimos coger un taxi que nos llevó a la zona de Glyfada, donde había reservado hotel. Son choques culturales que al principio te dejan con la boca abierta, pero pasados los días, ya comprobé que no es que discutan, sino que los griegos, como mediterráneos que son, tienen sangre caliente, son pasionales, vehementes y algo histriónicos.
Y con esa vehemencia nos llevaron al hotel, a 200 por hora. Mientras el taxista, que no hablaba ni una palabra en inglés, se frotaba los pelos que le salían de las orejas, nosotros íbamos observando las colinas polvorientas y los almacenes de azulejos, con sus fachadas, “estilo neoclásico” y los anuncios en alfabeto griego. ¡Qué lejos quedaban las clases de griego de bachillerato ¡!!!
La zona de Glyfada, se encuentra a las afueras de Atenas, en el litoral. Es una zona residencial, con pinares, hoteles y chalés de lujo. La mejor opción para alejarse del caos de Atenas es alojarse en esta zona, donde hay varios hoteles. Los hay de todo tipo y categoría y el London, donde había hecho la reserva no está mal. http://www.londonhotel.gr
Es un hotel sin grandes lujos, pero limpio y acogedor. Lo mejor son sus vistas al mar desde las terrazas y la proximidad a la parada de tranvía que está en la playa, a escasos 150 m. Grecia no es un país barato y está al nivel de cualquier país europeo. En Atenas, en un hotel de 3 estrellas, la habitación doble no baja de 100 euros. Por eso, merece la pena reservar en esta zona de Glyfada, porque por 70-80 euros tienes una habitación doble con desayuno incluido. El trayecto hasta el centro de Atenas cuesta un poco, unos 40 minutos, pero la tranquilidad que se respira en esta zona, al lado del mar, no tiene precio, sobre todo, después de un día entero caminando por las ruidosas calles de centro de Atenas.
Después de dejar las maletas y contemplar el horizonte desde nuestra terraza, preguntamos en recepción dónde podíamos ir a cenar y nos aconsejaron ir al centro de Glyfada. Más que un pueblo es una zona comercial, donde hay muchas tiendas y varios restaurantes. Hay un restaurante que se llena hasta la bandera a diario, se llama Georges y es una especie de taberna con mesas en la terraza. La especialidad de la casa son las “bolas de carne con especias” y todo tipo de carne asada. En Grecia, en vez de comer en restaurantes que son mucho más caros, lo que se recomienda es comer en las tabernas, donde se comen las especialidades griegas a muy buen precio y muy buena calidad.
Nuestra primera noche en Grecia, cenamos la ensalada más griega de todas: tomate, queso feta (elaborado con leche de cabra y oveja), pepino y aceitunas negras, una salsa hecha a base de yogurt con ajo, pepino y perejil: la famosa “tzatziki”, que está buenísima por cierto y carne a la brasa. Estaba todo buenísimo, y pronto supimos porque estaba hasta a tope. Los precios son bajos y la calidad muy alta, ¿qué más se puede pedir?. Glyfada es un barrio residencial y pijo. Por eso, tampoco nos extrañó ver a ricachos con cochazos impresionantes que se bajaban a comer en la misma taberna donde cenábamos los “mortales”.
Viernes 6: primer contacto con Atenas.
Mi cita profesional era a las 11:00 de la mañana y con puntualidad más que británica, me vino a buscar el chófer de la empresa que iba a visitar. No le “pisaba” tanto aunque el resto conducía, una vez más, a 2000 por hora. Se ve que lo del “carné de puntos” a Grecia no ha llegado aún y mientras sonaba una canción de Amaral, cantada en griego, yo observaba las casas blancas apiñadas en las colinas que rodean a Atenas.
Según me informo, el país cuenta con 10 millones de habitantes y casi la mitad de la población se concentra en Atenas. Impresiona mucho cuando ves la ciudad desde las variantes que la rodean. Mi cita era en la zona norte, llamada Kifisia, una zona comercial, con concesionarios de las mejores marcas. La reunión duró hasta la hora de comer y después de “cumplir con la patria”, volví al hotel para quitarme el “disfraz” de ejecutiva agresiva y a las 5 de la tarde desembarcaba en el mismo centro de Atenas, en la plaza Sintagma.
Antes de llegar y durante el trayecto del hotel al centro en tranvía, me hizo gracia ver cómo dos mujeres, una joven y otra no tanto, se “santiguaban” de una forma especial al pasar por delante de una iglesia. Luego, conforme me fui “adentrando” en la cultura griega, ya entendí el por qué, y cuando se santiguan, ante los iconos.
Un poco antes de llegar a la Plaza de Sintagma a la izquierda, ya se ve la Acrópolis. El corazón me latía, porque en esos momentos, es cuando de repente la realidad te golpea en su estado puro. Tantas veces vista en libros, y en imágenes de Televisión y allí estaba yo, contemplándola en vivo y en directo. Sólo me desperté del ensueño cuando por fin llegamos a la Terminal del tranvía, a la plaza de Sintagma, donde me esperaba mi Santo, que por arte de birli birloque estaba hablando con una griega en no sé qué idioma, porque en inglés difícil, a no ser que me hubiese estado engañando durante 9 años, sobre sus conocimientos del idioma universal…
Chapurreando: dícese del uso de 4 palabras en inglés, poner cara de circunstancias y sonreír aunque no entiendas ni papa. Eso es lo que hacía mi santo, y lo que le tocó hacer en más de una ocasión durante la estancia en Grecia, porque más de una le tomó por griego. Así que con mi “Griego de adopción” y el centro de Atenas a rebosar, nos dejamos llevar por las calles céntricas de la ciudad más ruidosa de Europa.
Hay 4 plazas principales en Atenas: la más turca es la de Monastiraki, muy cercana al famoso barrio de Plaka, la de Omonia, ruidosa y popular, la de Kolonaki, la más pija y elegante, y la de Sintagma, donde empezamos nuestro recorrido, que es la más céntrica. Allí se encuentra el Parlamento (no muy bonito, por cierto) de color rosado. En la explanada frontal es donde se celebran los famosos cambios de guardia, con los soldados llamados euzones, con sus borlas en los zapatos y sus “falditas” que les dan un aire de lo menos marcial… Los cambios se celebran a diario cada dos horas, y los domingos a las 11:15 se celebra el cambio de guardia solemne, en el que los euzones se visten con el traje nacional griego.
Justo enfrente de la plaza de Sintagma, se abre una de las “arterias” principales de Atenas, la calle más comercial, la calle de Ermou. Un viernes por la tarde, las tiendas estaban a tope y el ambiente de fin de semana era muy palpable. Siguiendo esta calle, se alcanzan las zonas más típicas y frecuentadas de la capital. A la izquierda se encuentra el barrio de plaka, a los pies de la acrópolis, a la derecha el barrio rescatado de Psiri, con muchos restaurantes y mucha marcha, y siguiendo recto por la misma calle Ermou se llega hasta la zona de Monastiriki, con sus terrazas, bares y ambiente nocturno.
Antes de llegar al final de la calle Ermou, entramos en una pequeña iglesia bizantina que se encuentra justo en mitad de la calle. Se llama Kapnikare y llama la atención por su tamaño diminuto, y por su ubicación en mitad de los “antros de perdición del capitalismo feroz”. El templo está dedicado a la Virgen María, su planta inicial es del siglo XI aunque su construcción culminó en el siglo XIII. Desde 1931 pertenece a la Universidad de Atenas.
Gente y más gente. Desde el primer momento, se percibe en Atenas un bullicio permanente en sus calles. Al final de la calle Ermou, como comentaba antes, se encuentra la plaza de Monastiraki. Al atardecer cuando llegamos, todas las terrazas de los restaurantes y tabernas colgaban el “cartel de completo”. A los griegos les gusta la calle y se nota. Sea la hora que sea, las terrazas están siempre llenas. Encontramos un hueco en una terraza y nos tomamos nuestras primeras cervezas nacionales: dos “Mythos”. La otra gran marca es la “Zorbas” (no se podía llamar de otra manera) con un “Zorba el griego” de logotipo que hasta se parece a Anthony Quin…
Antes de dejar la zona de Monastiraki hacia Thissio, otra zona de ambiente con bares de moda y restaurantes, nos paramos a ver el mercadillo y las ruinas que quedan de la antigua Agora. En la antigüedad era el centro de actividad comercial, social y política de la ciudad. Allí, los ciudadanos se reunían para discutir sus leyes y decidir el futuro político. Normalmente estas tareas se dejaban en manos de aquellos que dominaban la oratoria y al arte de convencer.
Muy cerca del Ágora antigua (la otra existente es la romana), vimos y entramos en otra iglesia bizantina, donde en esos momentos estaban celebrando y cantando una misa ortodoxa. Lo que más me impresionó fue ver el fervor de los que acuden, cuando besan y se santiguan ante todos los iconos del templo, mientras se desarrolla la misa y se escuchan los salmos cantados por voces masculinas.
Yo nunca había estado en un templo ortodoxo y la verdad es que me impresionó bastante. A lo largo del viaje, tuvimos ocasión de entrar en muchas y variadas iglesias ortodoxas y de admirar iconos de más o menos antigüedad. Incluso, el último día en Atenas, nos “colamos” en una boda griega, y vivimos en directo “nuestra gran boda griega”.
Según me informo, la Iglesia ortodoxa ( doctrina o pensamiento correcto) es una comunidad cristiana cuya antigüedad, según la tradición, se remonta a Jesús y a los doce apóstoles, a través de una ininterrumpida sucesión apostólica. Es la tercera de las tres grandes iglesias o comunidades cristianas, junto con la Iglesia Católica y el conjunto de iglesias protestantes, y cuenta con aproximadamente 215 millones de fieles en todo el mundo. A diferencia de los católicos, los ortodoxos no creen en la santísima trinidad, ya que reconocen a un solo Dios, al mismo tiempo uno y trino, no reconocen la figura del Papa católico y entre otras cosas, no prohíben a los hombres ya casados ejercer el sacerdocio.
La Iglesia Ortodoxa es la heredera de las comunidades cristianas de la mitad oriental del Mediterráneo. Su doctrina teológica se estableció en una serie de concilios, de los cuales los más importantes son los Siete Concilios Ecuménicos, que tuvieron lugar entre los siglos IV y VIII. Tras varios desencuentros y conflictos, la Iglesia Ortodoxa se separó de lo que hoy es la Iglesia Católica en el llamado Cisma de Oriente y Occidente, el 16 de julio de 1054. El cristianismo ortodoxo se difundió por Europa oriental gracias al prestigio del Imperio Bizantino y a la labor de numerosos grupos misioneros.
En la actualidad, el cristianismo ortodoxo es la religión dominante en Grecia, Chipre, Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Serbia, Montenegro, Macedonia, Bosnia-Herzegovina, Rumania, Moldavia, Bulgaria y Georgia. Debido a la emigración, existen también comunidades importantes en Estados Unidos, Canadá y Australia. http://es.wikipedia.org/wiki/Iglesia_ortodoxa
Tras el “impas” de religiosidad, volvimos a la realidad terrenal, y fuimos callejeando en busca de un buen sitio para cenar. No pudimos elegir mejor. Sin querer, subimos a la azotea de un restaurante que se llama “Fistirios” en la zona de Thissio y la sorpresa fue de órdago: las vistas a la acrópolis nocturna, con las luces que resaltan aún más su presencia, eran de postal. Por un momento, pensamos que con unas vistas así, los precios irían a la par. Y no! Para más inri, cenamos muy bien y a muy buen precio, por unos 35 euros los dos. El pastel de cebolla con 3 quesos está buenísimo, y las hojas de parra rellenas de arroz (plato típico que se llama Dolmadákia me Rizi), también estaban para chuparse los dedos. Todo regado con un buen vino blanco fresco, que en Grecia es muy común y se llama “Retsina”, y coronado por un café frappé, también muy típico de allí.
Para los que os guste el vino, como la que suscribe, en Grecia el precio de los vinos en los restaurantes está a nivel europeo, o sea prohibitivo (entre 15 y 20 euros la botella más barata). Pero la opción de beber este vino “Retsina” está muy bien, porque su precio no pasa de los 6 euros y su gusto, con un ligero gusto a resina de pino, es muy agradable cuando se toma bien fresco. Otro de los productos típicos que hay que tomar en Grecia es el café frappé. Consiste en Nescafé batido con agua fría, azúcar y leche concentrada. Se sirve con cubitos de hielo y se consume durante todo el año, especialmente en verano.
Con las vistas nocturnas de la acrópolis, aún clavadas en las retinas, nos fuimos caminando de regreso al tranvía, en la plaza Sintagma, que nos llevaría al hotel. Antes de coger el tranvía nº 5, pasamos por un stand enorme del partido “Nueva Democracia”, donde celebraban un concierto. Es el partido popular griego y estaban celebrando los actos pre-electorales ante los comicios que se iban a celebrar el domingo siguiente. Con una camiseta y una gorra salimos de allí, entre las rubias de bote que votan a la derecha y que por supuesto existen en Grecia también.
Sábado 7: Delfos
Nuestro primer madrugón, lo vivimos el sábado a las 6:30 de la mañana, ya que nos venían a buscar para hacer un viaje de dos días por el interior del país: Santuario de Delfos y Monasterios de Meteora. La excursión y el crucero que hicimos durante nuestra estancia en Grecia, los contraté con una empresa griega, llamada Boutros por Internet http://www.boutrostours.gr. Son gente muy profesional y todos los servicios contratados se cumplieron, aunque hubo alguna que otra incidencia con las guías de la empresa que organizaba la excursión a Meteora.
El Santuario de Delfos se encuentra a unas 3 horas de Atenas y a unos 40 km de salir de Atenas, pasamos por la llanura de Maratón. En esta llanura, según cuenta la historia, tuvo lugar la batalla que puso fin a la guerra de Atenas contra los persas. Tras la batalla, el general griego Milciades, envió a un soldado a anunciar la victoria y la distancia que tuvo que recorrer, este soldado llamado Filipides, fue de 40 km. Al llegar a Atenas, anunció la victoria y murió a continuación por agotamiento. Este es el origen de lo que hoy se conoce como la maratón olímpica, aunque lo que empezó siendo un acto heroico no se convirtió en prueba deportiva hasta los juegos olímpicos de 1896. Desde entonces, la prueba del maratón es la prueba que clausura los Juegos olímpicos.
Seguimos nuestra ruta hacia Delfos, y empezamos a subir montañas. Grecia es un país montañoso, mucho más montañoso de lo que yo creía. El paisaje es agreste y las curvas bastante acentuadas. Pasamos por Tebas, Levadia y el pueblo de Aráhova, un pueblo muy curioso, “colgado” literalmente de las faldas del Monte Parnaso. Estábamos en las “alturas” y por eso no nos extrañó ver anuncios de estaciones de sky ubicadas a pocos km de la zona.
Cuando por fin llegamos a Delfos, a las ruinas del que fuera el oráculo más famoso del mundo, vivimos los peores momentos del viaje. Por la incompetencia de la guía, nos quedamos sin poder entrar en las ruinas, porque según ella no nos daba tiempo. Teníamos que coger otro autobús para seguir ruta hacia Meteora y nos dejó “literalmente” tirados en el pueblo de Delfos, sin poder ver las ruinas. El cabreo fue histórico, cuando vimos a otros compañeros de viaje, que pasaron totalmente de la guía, vieron las ruinas y llegaron a tiempo para coger el segundo autobús. Cada vez que me acuerdo se me ponen los pelos como escarpias. Nos dimos una vuelta por el pueblo, disfrutamos de las vistas sobre los valles de olivos que alcanzan el mar, nos lo tomamos con humor y rabia al mismo tiempo. Sería una señal de los dioses, teníamos que volver a Delfos algún día.
Según cuenta la leyenda, Zeus soltó dos águilas desde los extremos de la tierra y ambas se cruzaron en Delfos, un lugar que estuvo consagrado inicialmente a la diosa de la tierra, Gea. Para apoderarse del templo, Apolo mató al dragón Tifón que lo resguardaba. El sitio recibió entonces el nombre de Pytho -el que pudre- debido a que allí murió el monstruo. Luego Apolo se transformó en delfín -de ahí, Delfos- y desvió una nave cretense cuya tripulación acabó convirtiéndose en el primer estamento de servidores del templo. Allí fue situada una piedra conocida como el onfalos, el ombligo del mundo. Su influencia fue tal, que se no se decidían guerras sin los consejos de su pitonisa o adivina, e incluso algunos imperios se desplomaron por no escucharlo.
El día del oráculo, la pitonisa se purificaba con un baño ritual y se vestía de gala. Luego se ubicaba en lo más profundo del santuario, sobre un trípode de oro. Allí respiraba la exhalación sagrada -pneuma enthousiastikon- y sin duda alucinógena, que emanaba de una grieta del suelo. Entraba en trance y se transformaba en la voz de Apolo. De todos modos, Si os pasa como a mí, que andáis un poco “pez” en mitología griega, os recomiendo comprar un libro que se vende por todas partes sobre el tema y que se titula, simple y llanamente “Mitología griega”. A mí me vino de perlas, para no perderme en el culebrón de los Dioses.
Con el mosqueo aún en las venas, cogimos el segundo autobús, cargado de norteamericanos, que nos llevaría hasta Meteora. Al subir al autobús, nos recibieron con aplausos y nos dieron la bienvenida como sólo ellos saben hacerlo. Nos quedamos tan sorprendidos ante el recibimiento, que no supimos si todo lo que estábamos viviendo era un mal chiste, o éramos víctimas de una cámara oculta. Pero bueno, por lo menos consiguieron hacernos reír y olvidarnos del mosqueo.
Esta vez a la salida de Delfos, en vez de subir montañas, empezamos a bajar hacia la llanura, por valles inmensos de olivares. Paramos en Lamia a comer algo, y probamos unos hojaldres rellenos de espinacas y de requesón que estaban buenísimos. Tuvimos tiempo de pedir la comida antes de que llegase una avalancha de jubilados griegos que venían en tropel hacia el mostrador y por un momento, temimos por nuestra integridad física.
Nos quedaban unas 5 horas de viaje hasta nuestro destino de Meteora. A través de los cristales del autobús, empecé a ver gotas de lluvia que caían sobre las plantas de algodón en flor, que cubrían los campos de la gran llanura de Thessalia. El cielo gris y la lluvia deslucían el paisaje, pero tuvimos la ocasión de verlo en toda su inmensidad como un gran manto blanco, hecho de bolas de algodón. Estábamos lejos de las islas turísticas y del caos de Atenas, estábamos en la Grecia rural, dura y pobre. Hay algo que choca cuando recorres el país, y es ver como muchas casas están sin terminar. Parece ser que los griegos primero construyen la planta baja, dejando los remates de las vigas al aire. A lo largo de la vida ahorran para levantar la segunda planta y en la vejez o sus hijos, se encargan de rematar la construcción.
Cuando por fin llegamos a Kalambaka, el pueblo que está a los pies de Meteora, ya estaba oscureciendo. Antes de llevarnos al hotel, nos llevaron a ver una tienda artesanal de iconos y tras la charlita de rigor y una bebida de bienvenida, nos fuimos como entramos, sin caer en la tentación de comprar algo en el “iconos market”. “Business is business” y ni los ortodoxos se libran del 2×1, ¡qué pena!!
Tras el largo viaje, nos merecíamos el hotel de 4 estrellas que habíamos contratado. Pertenece a la cadena “Amalia hotels” http://www.amalia.gr/kalambaka/home.htm y se ubica en una hacienda enorme, con parques y piscina. Lástima que no hiciese buen tiempo, porque un bañito hubiese sido ya el no va más. Y después de cenar con los mismos americanos que seguían sonriendo, como sonríen ellos, nos retiramos a nuestros aposentos para dormir hasta el “día del juicio final”.
Domingo 8: METEORA
Si alguna vez había pensado en venir a Grecia, Meteora estaba entre los objetivos principales. La primera vez que visioné en la tele, las imágenes de los monasterios “colgados” en las montañas, me impactaron mucho y quería verlos en vivo y en directo. El viaje hasta allí había sido largo, pero había merecido la pena.
Meteora (nombre que significa algo así como «suspendido en el aire») engloba tanto la zona, como el conjunto de monasterios bizantinos que se construyeron, a partir del siglo XIV, en lo alto de una especie de agujas de caliza, de varios cientos de metros de altura, a los que en tiempos sólo se podía acceder por ascensores rudimentarios de tracción animal o humana. La verdad es que cuesta imaginarse cómo podían subir los monjes hasta las cimas, cuando no había escaleras, ni puentes, ni carreteras. Gran parte del misterio de la zona se debe a la erosión que hace unos 50 millones de años sufrió la llanura de Tesalia por acción del mar. Según nos contó la guía, utilizaban unos cestos en los que subían y bajaban, alimentos y suministros en general. Llegó a haber 24 monasterios en funcionamiento y hoy en día, funcionan 6: el de Agios Nikolaos, la Moni Russanu o Agia Barbara, el Moni Barlaam, el Gran Meteoro, Agia Triada y agios Stefanos.
Nosotros en la visita guiada, entramos en tres monasterios habitados por monjes y monjas ortodoxos. El primero que se ve, y que es el menos espectacular es el de San Nicolás. La siguiente parada que tuvimos fue en el gran Monasterio de Varlaam. Coincidimos con un grupo de soldados que entraron con nosotros a ver el interior de la iglesia con sus frescos y murales bizantinos impresionantes. Nuestra guía era bastante penosa, así que optamos por “pegarnos” a un grupo que venía detrás, dirigido por su profesora de arte. Por ella, supimos que los iconos que allí vimos forman el mejor conjunto pictórico de Meteora. El Katholikón (capilla principal) es pequeño pero realmente increíble. Se sustenta sobre vigas pintadas y los muros y pilares están decorados con frescos.
Cuando salimos de allí, no nos arrepentimos de haber subido los 195 escalones de la entrada al monasterio. (Por cierto, está prohibido para las mujeres entrar con pantalones a los monasterios. Pero…. ¡que no cunda el pánico!, porque los monjes están al día pese a todo, y en la entrada tienen una especie de faldas-mandiles para toda aquella que lo necesite).
Desde Varlaam hay un camino que va hacia el norte hasta Megalo Metéoro, el monasterio más grande y de mayor altura, erigido a 415 m sobre el nivel del terreno. Antes de llegar a este monasterio, que sería el final de nuestra estancia en Meteora, visitamos otro monasterio, el de Agia Triada. Este Monasterio es de difícil acceso, y su capilla era más sencilla y menos impactante que la anterior. El más visitado y el de mayor tamaño, es el Gran Meteoro que vimos al final de la visita. Estaba a tope de turistas y no pudimos verlo con tranquilidad pero mereció la pena. Está habitado por monjes y monjas y las vistas desde sus jardines son impactantes. No nos extrañó que algunas secuencias de la película de James Bond “Sólo para tus ojos” se hubiesen rodado allí; el “fenómeno natural” de Meteora es único en el mundo.
Volvimos a Atenas (unos 350 km) por otra ruta, más llana y más rápida. Paramos otra vez en Lamia, y un poco más tarde pasamos por delante del monumento, a pie de carretera del rey de Esparta Leonidas. Según nos contó la guía, este rey junto a otros 300 espartanos se enfrentaron en el año 480 a.c a un temible e inmenso ejército persa. Fue una batalla cruel en la que perdieron los griegos y falleció el rey espartano. Se la conoce como la batalla de las Termópilas.
Mientras seguíamos nuestra ruta hacia Atenas, el paisaje era espectacular. Ya no llovía y el sol brillaba sobre el Golfo de Evia. Después de dos días en las montañas y sin ver el mar, volvíamos a ver ese mar azul que tanto me gusta. La guía nos iba explicando un poco el por qué del odio entre griegos y turcos. A parte de la enemistad que se da entre países vecinos, la historia de Grecia y Turquía es una historia de encuentros y desencuentros.
Grecia siempre ha temido al imperio otomano, por ser un gran rival y una gran potencia armada. Los hechos que acontecieron en la Batalla de Esmirna en 1922, supusieron el principio del fin. Tras la Conferencia de Paz celebrada en París una vez finalizada la 1ª Guerra Mundial, Grecia recibió Tracia occidental de Bulgaria, Tracia oriental de Turquía y la mayoría de las islas del mar Egeo, y reclamó además Esmirna (hoy Izmir). Las tropas griegas llegaron allí en 1919 y sostuvieron violentas luchas con la población y las tropas turcas.
En 1923, según los términos del Tratado de Lausana, Esmirna fue devuelta a Turquía y más de un millón de residentes griegos en Asia Menor fueron repatriados. Según parece, este proceso de repatriación sigue doliendo en el honor de los griegos, y la enemistad entre los dos países sigue latente.
Basta con ver el conflicto que se mantiene en Chipre. En 1571, el pequeño dominio insular de la República de Venecia fue conquistado por el pujante Imperio Otomano, así como el conjunto de Grecia y sus islas. Tras casi tres siglos de colonización, en 1821 la insurrección se consolida y Grecia y sus islas logran gradualmente su independencia. Los chipriotas lucharon también por su independencia, pero el Imperio Otomano nunca la consintió. Su situación geográfica entre Asia, Europa y África, hace que esta isla siga siendo un territorio que ni unos ni otros quieren perder.
Así, con una lección de historia más o menos reciente, llegamos a la capital, Atenas. Tuvimos suerte de no encontrarnos con las colas infinitas de coches que se forman, cuando todo el mundo vuelve de pasar el fin de semana fuera del caos. Los americanos del autobús se fueron apeando poco a poco, despidiéndose los unos a los otros como sólo saben hacerlo ellos: con sonrisas y lágrimas. Mientras, nosotros, mucho más secos y rancios nos despedimos con un adiós tan escueto, que creo que ni se oyó. Nos faltan los genes “happy flower”
Al día siguiente teníamos que madrugar para coger el barco del crucero. Cenamos otra vez en Glyfada, cerca del hotel, en el mismo restaurante de la primera noche, el “Georges”, unas “meet balls”, (bolas de carne especiadas) especialidad de la casa con salsa tsaziki y nos fuimos a descansar para vivir a tope la siguiente etapa del viaje por mar.
Lunes 9: Crucero: primera parada, Mikonos
A las 11:00 salía el barco desde el puerto de Pireo (Piraeus), y a las 8.30 ya estábamos en la puerta de embarque. Esta vez no había ni mariachis en la puerta, ni animadores “plastas” de esos que te repiten desde que pones un pié abordo, por h y por B, lo bien que te lo vas a pasar en su compañía. El barco chipriota de la compañía “Louislines” era más discreto y menos “estridente” que el Gran Latino, de nuestro crucero por el Mediterráneo. Eso sí, después de ver nuestro camarote y de dar una vuelta por las cubiertas, no nos libramos del simulacro de emergencia, con esos salvavidas horribles de color naranja. Tampoco nos libramos de las fotografías de rigor, con chaleco incluido en semejante “acto heroico”. Sigo sin entender a quién le puede interesar tener una foto-recuerdo de sí mismo, con cara de “qué hecho yo para merecer esto”, envuelto en un flotador naranja de emergencia. Pero bueno, en esta vida, hay gustos para todo….
Como decía al principio, las visitas a las islas se pueden hacer a diario desde el puerto de Atenas, donde hay cientos de ofertas de las compañías marítimas, hacia las islas, o bien contratar un crucero como el nuestro, de 3, 4 o 7 días: www.louiscruises.com/cruises_from_greece/cruises_from_greece_home.html
Antes de comer en el buffet libre, rodeados de una gran mayoría de americanos, tuvimos la charla con el cubano Lino, el “maestro de ceremonias” hispano, acostumbrado a lidiar con el carácter español. Nos explicó todas las reglas del barco y cuando trató el tema de las propinas se armó la de “Dios es cristo”!!!. Lo de dejar propinas obligatoriamente, no entra dentro de la mentalidad española. Son las sutilezas del lenguaje, porque si en vez de llamarlo propina, lo llamaran, por ejemplo, “servicios de tripulación” nadie rechistaría. Pero bueno, hay argumentos para todos los gustos, que si yo sólo le pago propina al que me hace la cama, que si trabajar bien entra dentro del sueldo… etc. Todo tipo de explicaciones para no soltar la gallina. La pena, es que las propinas son importantes para esta gente que trabaja de sol a sol, mientras nosotros nos divertimos. No es justo tampoco darles propinas a los más visibles, porque detrás del que te hace la cama, hay muchos que están en “bambalinas”, que no son visibles y que también se merecen un reparto justo de las propinas.
En fin, después de la charla, y de la comida, nada mejor que una buena siesta en cubierta, al aire libre, mientras oíamos los graznidos de las gaviotas, y nos mecía el oleaje del mediterráneo. Antes de llegar a nuestro primer destino, Mikonos, a las 6 de la tarde, cuando nos despertamos de la siesta, echamos unos bingos en el salón principal. Qué risas nos echamos!. Había 3 japonesas que nunca habían jugado, y estaban nerviositas. Cada vez que cantaban un número, ellas lo repetían en voz alta, y se reían de lo nerviosas que estaban. Al final, además de reírnos, mi santo cantó línea y la tarde nos salió redonda. Bingo!
Otra de esas estampas que sólo se ven en los cruceros, fue la que a continuación vimos, a la hora del té en el buffet libre: una pareja de ancianos de 90 mil años cada uno, que casi no podían ni andar, no paraban de echarse pastas y bocadillos en el plato, mientras colapsaban la cola, sin que nadie pudiese hacer nada. No paraban de echarse comida y todos nos preguntábamos dónde iban a “meter” toda esa comida.
Este es otro tema que se repite en los cruceros. La gente engorda sin remisión. Los platos rebosan y rebosan de comida, como si el fin del mundo fuese inminente, y la gente tuviese miedo de quedarse sin comida antes de echar el último suspiro…
Aunque bueno, siempre quedan los que siguen manteniendo la “dieta de la alcachofa” y prefieren seguir un curso de danzas griegas en otro de los salones del barco. Al ritmo de la canción griega más famosa del mundo, la que se escucha en “Zorba el griego” cuando suena el sirtaki, nos sentamos para ver como un grupo de americanos sin complejos, aprendían a bailar imitando a Anthony Quinn. Gustos para todo, una vez más!
A las 6:00 en punto de la tarde, salimos a cubierta y disfrutamos de la llegada pausada al puerto de Mikonos. Casitas blancas, con puertas y ventanas de color azul, desperdigadas por las montañas de color pardo, sin mucha vegetación. Conforme íbamos acercándonos al puerto, estas casas típicas griegas, con sus formas cúbicas y su color blanco deslumbrante, ya no estaban desperdigadas y se apiñaban en torno al pequeño puerto de Mikonos.
Mikonos es la más pequeña del grupo de las cicladas, pero la más popular. La isla tiene 5500 habitantes y es probablemente la isla griega más famosa que compite en número de visitantes con Santorini. Es famosa por su ambiente y por ser destino elegido por muchos gays. En cuanto pisas tierra firme, ya te enamoras de Mikonos. Sus calles estrechas que forman laberintos de paredes encaladas, sus tiendas con artículos de muy buen gusto, sus capillas ortodoxas, sus patios escondidos y cubiertos con buganvillas, …. Toda la isla es un “regalo” para los sentidos.
Teníamos toda la tarde para perdernos por Mikonos y aunque era difícil, escaparse de los turistas, lo conseguimos en varios momentos. A esta isla se puede llegar en avión desde Atenas, con frecuentes vuelos, desde Rodas, Santorini, Creta y Salónica y, por mar, por ferry regular diario desde el Pireo, con una duración de aproximadamente siete horas. Una opción más incómoda pero más económica.
Después de callejear, y soñar despiertos que nos quedábamos a vivir allí, llegamos a dos símbolos de la isla: los molinos de viento (ver fotos) que recuerdan al viajero la fuerza de los vientos que soplan sobre Mikonos durante todo el año y la zona más pintoresca del pueblo, conocida como “pequeña Venecia”. Sale en todas las fotografías de Mikonos (ver fotos) y es un lugar paradisíaco, con sus casas blancas y balcones de madera de distintos colores asomados sobre el mar. Aunque los precios son más caros, recomiendo tomar algo en la terraza del bar “Galleraki” y dejarse la vista en el entorno y en los dos camareros que lo atienden.. SIN PALABRAS!!
Cuando ya se acercaba la hora de partir del edén, y ya oscurecía, nos fuimos bordeando el puerto con pocas, o ninguna gana de irnos pero, no teníamos otra opción, nos esperaba el barco, que iba a tomar rumbo para el siguiente destino, la isla de Patmos.
A las 11 de la noche estaba previsto que zarpara el barco. Ya nos habían avisado de que en muchas ocasiones hay gente que se queda en tierra por llegar tarde y, que casualmente, suelen ser hispanos. Se volvió a repetir, y por megafonía todos los nombres de los ausentes que faltaban a la hora de partir, tenían poco que ver con Mac donnalds, o Smith, sonaban más bien a Juárez y Fernández. Al final el capitán tuvo piedad, y hubo un retraso en la salida de media hora. Al día siguiente, nos enteramos de que habían perdido el autobús de vuelta y que en vez de coger un taxi, hicieron el recorrido andando, o mejor dicho corriendo. Dicho sea de paso, a más de uno no le hubiese importado quedarse en Mikonos, hasta que le rescataran. Yo incluida!.
Martes 10 : Patmos y Efeso (Kusadasi).
Primer madrugón a bordo. Siempre queda la opción de no contratar las excursiones que se ofertan en cada destino pero, la carne es débil, y prácticamente las cogimos todas. En Patmos había dos opciones: o recorrer la pequeña isla en autobús, en visita panorámica o visitar el Monasterio de San Juan y la gruta dónde el apóstol escribió el Apocalipsis. Optamos por la segunda opción.
Patmos no es isla cíclada, pertenece al conjunto de islas del Dodecaneso (12 islas), entre las que se incluye también la isla de Rodas, que más adelante visitaríamos. Esta pequeña isla de Patmos, de 35 km2, tiene forma de 8 y un puerto-capital, llamado Skala. A pesar de su pequeño tamaño, Patmos es una isla sagrada desde los tiempos en los que vivió allí el apóstol San Juan Evangelista (no confundir con San Juan Bautista).
Primero y entre brumas, que luego se transformaron en lluvia, visitamos el Monasterio de San Juan, en la cima más alta de la isla. La visita al Monasterio incluye también la entrada al museo del Monasterio, donde entre otras joyas tienen un “ecce homo” del pintor más famoso de la isla de Creta: Domenico Theotocopoulos, “El Greco”. En el Monasterio visitamos la capilla ortodoxa, con sus iconos antiquísimos y espectaculares, y al final de la excursión nos visitamos quedab otro lugar sagrado para los católicos: la gruta donde el apóstol escribió el Apocalipsis. Parece ser que después de Jerusalem, esta gruta es el segundo santuario más visitado por los católicos.
El Apocalipsis, es el último libro de la Biblia y recapitula las sagradas escrituras. En él se basan multitud de profecías que anuncian la llegada del anticristo y con él el fin del mundo. Es un libro profético y revelador, fruto de éxtasis y visiones, escrito de un modo críptico, casi iniciático. Juan fue uno de los tres apóstoles elegidos por Jesús, junto con Santiago y Pedro, para ser testigos de los acontecimientos importantes de la vida del maestro. La tradición nos dice que se retiró a Éfeso y que fue desterrado a Patmos, donde escribió el Apocalipsis.
El acceso a la gruta es algo escarpado, hay que bajar varios escalones, y ya en el interior se pueden ver los nichos de plata en los muros que señalan la almohada y la repisa usados por San Juan para dictar las revelaciones de Dios a su discípulo. También se ve una triple grieta en la roca, por la que según dice la Iglesia católica, se filtró la voz de Dios de forma tan potente que se rompió la roca.
Cuando salimos de la gruta, algunos viajeros lloraban de emoción y yo observaba estas reacciones que siempre me dejan perpleja. Al volver al barco, decidimos darnos un baño en la piscina cubierta del barco, que se encontraba en la cubierta más baja. El agua estaba helada y fuimos los únicos atrevidos. Tanto es así, que la gente nos miraba y nos entró un ataque de risa porque parecíamos dos focas de zoológico, con espectadores a los que sólo les faltaba echarnos peces para comer.
Un baño con agua fría nos dejó como nuevos. EL barco salió a media mañana rumbo a Turquía y después de comer, pasamos por el Estrecho de Samos, entre la isla de Samos, donde nació Pitágoras, y la costa turca. Antes de desembarcar en Kusadasi, para ir a visitar las ruinas de Efeso, y la gruta donde dicen que murió la Virgen María, estuvimos en una de las cubiertas observando una vez más a la “fauna” del crucero. De repente pasó una señora de unos 70 años, americana ella, con un pantalón rosa de chándal, marcando un culo que desafiaba las leyes de la gravedad y en el que se podía leer “sweet”… no comment!
Al llegar al puerto de Kusadasi, en Turquía, vimos un frontal de casas que poco tenía que ver con los pueblos blancos e idílicos de las islas griegas. Me recordó más bien a alguno de esos lugares masacrados de nuestra costa Mediterránea. Como decía antes, ese día tocaba “fé y religión” y primero fuimos a visitar la “Meryemana Evi”, la “Casa de la Virgen María”. Según cuenta la historia, una monja llamada Anne Catherine Emmerich, anunció que la Virgen María muerto en Efeso y que su morada se encontraba en una colina, frente al mar Egeo y la isla de Samos. Siguiendo las indicaciones de la monja visionaria se encontraron los cimientos de la casa y fue transformada en capilla. El santuario también es lugar de peregrinación y aunque en el nuevo testamento no hablan de la presencia de María en Efeso, hay otras fuentes que aseguran que sí, que pudo ser, porque sí se ha demostrado que San Juan, el apóstol predilecto de Jesús, al que confió la custodia de su madre, sí que vivió en la zona.
Ante la pequeña ermita construida en honor a la virgen, se repitieron las escenas de gente extasiada, rezando y emocionados por estar allí. Un grupo de americanos a los que había visto rezar en el barco, antes de cada comida, con las manos entrelazadas y los ojos cerrados, celebró una misa con el cura- acompañante-organizador-del viaje mariano. Para mí personalmente es difícil entender tanta devoción y ante este tipo de manifestaciones me suelo quedar atónita.
Empezó a llover y en las tiendas de recuerdos de la entrada, un grupo de chicos turcos no dejaban de vender paraguas a 5 euros, al reclamo de “paraguay”, “paraguay” en castellano. Los turistas brasileños, bastantes por cierto, empezaron a reírse al ver que estaban “vendiendo” a su mal querido país vecino por 5 euros, no más! Volvimos a coger el autobús y por “milagro divino” quizás, paró de llover justo cuando llegamos a uno de los enclaves arqueológicos más importantes del mundo: Efeso.
Si se conocen estas ruinas, es sobre todo, por la fachada impresionante que se mantiene de la que fuera la tercera biblioteca más importante de la antigüedad, después de las de Alejandría y Pérgamo. Escondida entre los campos que rodean la costa turca del Egeo, en una llanura a los pies del Monte Pion, y actualmente a unos 12 kilómetros del mar, se encuentra la ciudad clásica mejor conservada del Mediterráneo Oriental.
La visita puede efectuarse en unas cuatro horas, y tal y como nos indicó nuestra guía, habíamos tenido la suerte de visitar las ruinas en octubre, porque en verano se alcanzan hasta los 50º. Otro de los puntos de interés del recorrido, son los restos del templo de Artemisa (Diosa Diana para los romanos), considerado en la antigüedad como una de las siete maravillas del mundo. Artemisa era la diosa virgen de la caza, los animales salvajes, las tierras salvajes y los partos. Era adorada como una diosa de la fertilidad y los partos en algunos lugares puesto que, según algunos mitos, ayudó a su madre en el parto de su gemelo.
En Efeso y en el resto de Asia Menor, fue adorada principalmente como una diosa de la tierra y la fertilidad, semejante a Cibeles, a diferencia de lo que ocurría en el continente griego. Allí las estatuas muestran a Artemisa con su arco y sus flechas, mientras que las estatuas de Asia Menor la muestran con múltiples protuberancias redondas en su pecho. Antes se creía que eran pechos, pero que ahora se cree que representan testículos de toro.
Poco o nada queda del templo original, pero el resto del conjunto con la vía Arcadia y su calzada de mármol, el gimnasio y el templo de Adriano, entre otros, dan cuenta de la magnitud que tuvo esta ciudad en la antigüedad. Al finalizar la visita, salimos por el lado del gran anfiteatro. Fue el mayor de su época, con una capacidad para 24.500 espectadores y se empleaba también para espectáculos circenses. (ver fotos)
Cuando volvimos a Kusadasi (isla de los pájaros en turco), nos dejaron unas horas libres para gastarnos los cuartos en las tiendas del bazar. Al volver al barco, a la hora de cenar, habíamos “picado” todos. Bolsas y más bolsas en las manos, y las tarjetas de crédito a punto de “autodestruirse”.
Oscurecía, y a bordo esa noche tocaba cena en “azul y blanco”. Como decía al principio, las cenas en este crucero no eran tan, como diría yo,”espectaculares”, eran más bien discretas. EL último día de crucero hubo el “impepinable” brindis con el capitán y la cena de gala. Y esa misma noche, en la cena “marinera de blanco y azul”, tuvimos una mesa al lado, merecedora del un gran premio: el premio “plomo” a los más pesados. Uno de los comensales, que venía de Guanajuato o de Chihuahua, empezó a cantar rancheras desafinadas y no paró de dar el cante durante dos horas.. Insufrible, realmente insufrible.
Nosotros al acabar de cenar con nuestros compañeros de mesa, dos parejitas de Sao Paulo, que hablaban entre ellos en brasileiro y no entendíamos ni papa, nos fuimos sigilosamente, escapando del infierno mejicano que nos taladraba los oídos. Menos mal que al salir tuvimos una recompensa. Al piano, tocaba un imitador de Tom Jones, increíblemente bueno, y allí estuvimos un buen rato, “reeducando” nuestros pabellones auditivos, tras el sacrificio pasado en la cena.
Miércoles 11: RODAS
Una vez más volvimos a experimentar esa sensación de llegar a un puerto, salir a cubierta y quedarnos extasiados con las vistas. La entrada en Rodas me recordó mucho al puerto de la Valetta en Malta, porque Rodas también tiene un puerto medieval amurallado. Cuenta la mitología, que esta isla, la más grande del Dodecaneso, es fruto del amor entre el dios Helios (sol) y la ninfa Rhode (rosa). Tiene forma de rombo y una población que ronda los 200.000 habitantes. Su situación entre Asia menor y Grecia, la ha convertido en el centro comercial más importante del Mediterráneo oriental.
A Rodas también se la conoce por la que en su día se conoció como una de las siete maravillas del mundo: El Coloso de Rodas. Entre el mito y la realidad, porque algunas fuentes dicen que nunca existió, el Coloso se representa como una figura gigantesca en honor al Dios Helios, creada en el siglo III AC por el escultor Cares de Lindos. Medía 32 metros de altura y era de bronce. Se creó para celebrar el triunfo de los isleños sobre el rey de Macedonia, Demetrio I que quiso apoderarse de Rodas. 56 años después de su construcción, en el 223 antes de Cristo, el Coloso se derrumbó a causa de un terremoto. Los habitantes de Rodas, siguiendo el consejo del oráculo de los dioses, decidieron dejar yacer los restos del coloso donde cayeron, hasta que los musulmanes, 900 años después, se apoderaron del bronce como botín.
Era tan grande y “colosal” que cuenta la leyenda que los barcos que entraban al puerto de Rodas, pasaban entre sus piernas. Mito o leyenda, lo que está claro es que el puerto de Rodas con coloso o sin él, es impresionante. Con el autobús, dimos una vuelta por la ciudadela amurallada y emprendimos viaje hacia Lindos. La visita de la capital de Rodas estaba prevista para más tarde.
A poco menos de una hora se encuentra la ciudad natal del autor del coloso, Cares de Lindos. Durante el trayecto, la guía (la mejor sin duda de todo el crucero), nos explicó algunas costumbres curiosas de Rodas, como la de las dotes en el matrimonio. Resulta que allí las mujeres, o las hijas son las privilegiadas de la casa. Cuando se casan, su padre aporta como dote la casa donde vivirá el matrimonio. Los hijos varones no solo no tienen ese derecho, sino que además tienen que ayudar al padre a construir la casa de su hermana. La baja tasa de divorcios en Rodas, también tiene su explicación: si el marido abandona la casa se va con lo puesto, ya que la casa aportada como dote sigue siendo de la mujer. Curioso no?
Cuando llegamos a Lindos, nos dimos cuenta de que tenía la razón la guía, cuando nos comentaba que era el pueblo más bonito de la isla. El pueblo, de casas encaladas, está encaramado en las faldas de una colina, del monte Krana, coronado por su famosa acrópolis. Además, todo el pueblo está rodeado por una bahía que invita a la visita pausada. A la cima, se puede subir a pié o en burro. Nosotros optamos por no castigar a los animales y llegar arriba con la lengua fuera. El esfuerzo merecía la pena. En el camino, nos encontramos con muchas mujeres vestidas de riguroso luto, vendiendo manteles y encajes. Nos contaba la guía que en Grecia muchas viudas llevan el luto hasta su muerte.
Cuando llegamos a la cima, había colapso de turistas, procedentes de otros barcos de crucero, y conseguimos a duras penas escuchar la explicación de la guía. Se trata de un lugar por el que han pasado griegos, bizantinos, genoveses y los Caballeros de la Orden de San Juan. La fortaleza de los caballeros del siglo XV y a más de 100 m. de altura, es casi inaccesible ya que está construida sobre rocas verticales. En su interior destaca la curiosa presencia de una acrópolis anterior, de manera que conviven restos de diversas civilizaciones dándole un toque único. Durante la Grecia antigua había un templo dedicado a Atenea muy importante y venerado. Las vistas son impresionantes. A un lado se distingue la hermosa cala de aguas cristalinas situada junto al pueblo, llamada cala del Gran Puerto, y al otro lado, la llamada Cala de San Pedro, ya que se cree que en su apostolado, San Pedro, hizo escala en ese lugar. No hay que perderse las vistas desde este punto.
En nuestro regreso hacia el autobús que nos llevaría a la capital de la isla, paramos en un bar donde estaban exprimiendo naranjas para zumo natural. El dueño era un clon de Onassis en versión pobre. Animaba a la gente a entrar en su local en todos los idiomas, propios e inventados. No lo dudamos, nos quedamos a tomar algo mientras observábamos cómo actuaba el personaje.
La capital de la Isla, donde luce el sol 360 días al año, es de “cuento de hadas o, mejor dicho, de caballería”. Tras la caída del Imperio romano, la isla estuvo bajo dominio de Bizancio, Venecia y Génova. Su posición geográfica entre occidente y Tierra Santa la convirtió en un lugar privilegiado y muy visitado durante las Cruzadas. En 1309, los Caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén se establecen en Rodas tras haber sido expulsados de San Juan de Acre y de Chipre. Durante este período y hasta finales del siglo XV, se construyeron varios edificios góticos tales como los castillos de Kamiros y Monolitos, así como las murallas que rodean el centro histórico.
En 1522 Solimán el Magnífico conquista Rodas, los Caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén abandonan la isla para establecerse en Italia y después en Malta. El período otomano durará hasta 1912, año en que Rodas pasa a manos italianas hasta 1943. De 1943 hasta 1945 los alemanes ocuparon la isla, para ser nuevamente arrebatada por los ingleses, que ejercerán la administración hasta 1947 en que se integra a Grecia.
Esta larga historia de dominios y conquistas de la isla por unos y por otros, tiene un lado positivo, y es el carácter internacional de Rodas. Paseando por las calles adoquinadas del centro histórico, una vez atravesadas las murallas, vimos las torres del Palacio de los Grandes Maestros de la Orden de San Juan. A este centro histórico se puede entrar por alguna de las 11 puertas del siglo XIV. La de Koskinou, que se abre al barrio de Bourg, es la que mejores vistas ofrece sobre el sistema defensivo de la ciudad.
Una vez dentro del recinto amurallado iniciamos “la aventura medieval”, cuando contemplamos la Posada de los Caballeros de Auvergne. En la calle de los Caballeros se levantan las posadas que pertenecieron a las diferentes órdenes de Caballeros: cada una ostenta sus torres y su escudo de armas. Las posadas son ocho y la calle va desde el Hospital —allí alojaban a peregrinos y curaban a los enfermos y hoy preserva las lápidas decoradas con relieves de los Caballeros— hasta el Palacio de los Grandes Maestros.
En un momento dado, volví a tener la misma duda que tuve en Malta y en Jerusalem: ¿son todas las órdenes templarias?- Y ahora por fin me documento y la explicación la aporto a continuación: Las órdenes más importantes nacidas en Tierra Santa fueron las de los Caballeros Hospitalarios y el Temple. La primera nació en 1048 como un albergue para peregrinos, y una vez finalizada la Primera Cruzada, aceptó obligaciones militares para la protección y defensa de los peregrinos. En 1160 codificó su regla y se transformó en una verdadera orden militar bajo el nombre de Orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén.
La Orden del Temple se fundó en 1118, teniendo desde un principio un carácter marcadamente militar. Ambas órdenes alcanzaron un inmenso poder y riqueza en los siglos XII y XIII. La organización interna era muy semejante, las dirigía un Gran Maestre, con su corte y su consejo, y la reunión o capítulo general de sus cargos directivos. Las posesiones se dividían por reinos, y dentro de éstos por prioratos. Bajo los priores vivían los bailíos y los comendadores que tenían a su cargo grupos más o menos extensos de caballeros y escuderos de cada orden.
Cuando termina la calle principal, Sokratus, donde se alinean las tiendas de lujo, como anticuarios, joyerías y peleterías, se ve la mezquita de Solimán. Data del año 1523 y la construcción fue convertida en mezquita cuando Solimán conquistó Rodas, después de 145 días de asedio, obligando a los hombres de la Orden de San Juan a abandonar la ciudad. Pintada de colores claros —amarillos y rosas—, antes de Solimán era la iglesia de los Apóstoles. Tiene una finísima puerta renacentista italiana. Y no es la única mezquita: en el barrio turco se encontraron otras, que habían sido iglesias ortodoxas. Debajo del yeso se descubrieron magníficos frescos bizantinos. Rodas es pues un paseo por la historia, por una historia de conquistas y reconquistas.
Una vez acabado el “tour” cultural y echado el ojo a varios escaparates, llegó la hora de comer. Nosotros fuimos de los pocos que no quisimos volver al barco para comer, queríamos comer pescado fresco, y después de buscar y buscar, un kioskero nos recomendó un restaurante al borde del mar muy recomendable. Se llama Meltemi y está claro que no pudimos culminar mejor la visita de Rodas. Se trata de una taberna marinera, en primera línea de playa, con un pescado fresco de quitarse el sombrero. Pedimos una ensalada de la casa con gambas frescas, unas croquetas caseras de pulpo y una dorada a la brasa, que nos hicieron “rozar el éxtasis”!. Qué bueno estaba todo, y qué fresco estaba el vino Retsina con el que “regamos” el banquete!
A la hora de partir, empezaron a caer unas gotas de lluvia que se transformaron en “ventolera” monumental. Por la orilla que bordea el puerto veíamos a lo lejos nuestro barco y antes de subirnos, tuvimos tiempo de comprar una cámara digital, ya que la mía se acabó de romper en ese mismo instante. Yo no lo sabía pero parece ser, que en Rodas no se pagan impuestos como en Canarias, y la máquina me salió muy bien de precio. Fue todo rápido y sin apenas tiempo para mirar más modelos, pero yo no podía de ninguna manera quedarme sin cámara un día antes de llegar a un destino tan soñado, y tan esperado como Santorini. Sólo la idea de pensarlo me producía sudores fríos. Así que con cámara nueva, bien comidos y con Rodas a nuestros pies, nos despedimos, desde una de las cubiertas, de una isla que nos había encantado.
Jueves 12 : Creta y Santorini
Dudamos hasta el último momento de si pegarnos o no otro madrugón para ver el Palacio de Knossos en Creta. Pero sí que lo hicimos a pesar de la lluvia que no nos dejó en paz durante toda la visita a la isla más grande de Grecia. No he hablado hasta ahora de uno de los personajes del crucero: se llamaba Vicente, abuelo de valencia de unos 70 años que ese día en Creta se lució con sus comentarios. Desde que se montó en el autobús para ir al Palacio de Knossos hasta que acabó la vista, no hizo más que quejarse del madrugón que se había pegado para ver no más que… “pedretes”. Y yo pensaba, pues el hombre poco habrá disfrutado de Grecia “on the rocks” cuando no ha visto más que “piedras”, como dice él. En fin, qué pena no?.
De esta isla, por falta de tiempo, sólo pudimos visitar el Palacio y el Museo arqueológico de Eraklion la capital de Creta. Yo no tenía claro si este palacio tenía algo que ver con el mito del minotauro. Tras la visita al palacio pude aclararme y comprender mejor qué significado ha tenido este palacio y la cultura minoica en general.
Los primeros grupos en asentarse en Creta probablemente llegaron desde Anatolia en torno a 7000 antes de Cristo. Crearon diferentes asentamientos en la isla, y uno de ellos fue Knossos. Estos primeros habitantes vivían en chozas de madera aunque con el paso del tiempo fueron cambiando de material como ladrillos de barro y techumbres de madera. Fabricaban herramientas con diversos materiales como hueso y piedras e hicieron figuras de barro de representaciones femeninas y masculinas, lo que indica que ya tenían cierto sentido religioso.
Entre lo más importante del arte minoico destacan sus cerámicas. El Minoico temprano se caracterizó por el decorado policromado con motivos blancos y rojos, y dibujos de espirales, triángulos, líneas encorvadas, cruces, figuras de peces, etc. Posteriormente en el periodo reciente se añaden más colores adoptando, muchas veces, formas esféricas y decoradas con escenas de corte más naturista y figurativo. Pero sin lugar a dudas lo más característico de esta rica cultura son sus frescos. Las escenas representaban la vida en la isla, recurriendo a temas como las procesiones, sacrificios, danzas, luchas con toros, etc.
Tienen un estilo geométrico y son, comúnmente, monocromáticos. De hecho en nuestra visita, pudimos ver algunos frescos que se han conservado en los salones del trono.
También desarrollaron figurillas humanas y de dioses, normalmente femeninas y con rasgos sexuales poco acentuados. En la antigua religión minoica tiene un claro papel la mujer. Destaca en este sentido las distintas figurillas de mujeres con los pechos descubiertos y con vestidos acampanados. Estas suelen aparecer cogiendo serpientes, lo que se ha interpretado junto con los pechos descubiertos como símbolo de la fertilidad.
Muchos expertos apuntan que estas diosas podrían ser la evolución de las primitivas diosas-madres neolíticas e incluso los ancestros de las diosas griegas Deméter y Perséfone. Y por último, dentro de la misma religión también cabe destacar el papel del toro, presente en el arte minoico y al que se cree se dedicaban ciertos rituales atléticos. Por eso, el mito del minotauro no desencaja en este marco, ya que este palacio de Knossos habría sido el palacio del rey Minos. En este caso, la historia y la leyenda vuelven a mezclarse y no se sabe cuando empieza la verdad y cuando acaba la ficción. Parece ser que hubo un rey Minos, hijo de Zeus y Europa que fue bueno, y otro sucesor suyo también Minos que fue el rey “malo”. Este último alimentaba al minotauro con niños, según cuenta la mitología.
EL Minotauro era una temible criatura con cuerpo de hombre y cabeza de toro que comía carne humana. Había nacido en la isla de Creta, hijo de una relación sexual entre Pasífae, esposa del rey Minos, y un toro blanco que Zeus entregó al monarca como regalo para Poseidón, ya que Minos había sido incapaz de ofrecer otro presente adecuado al dios Poseidón. Pero el rey, impresionado por el ejemplar, decidió cambiarlo por otro. Los dioses, al ser conscientes de ello, inspiraron a su esposa para que quedase enamorada del animal, al quien decidió unirse hasta dar nacimiento al minotauro. Para ello pidió ayuda al arquitecto Dédalo, quien le construyó una vaca de madera donde introducirse para seducir al toro.
Al descubrir la bestia, por orden de Minos, el arquitecto Dédalo construyó el famoso Laberinto del Minotauro (o labrys), donde fue encerrado el monstruo. Cuando el heredero de Minos, Androgeo, murió en unos juegos celebrados en Atenas, el rey impuso un duro castigo a los atenienses: cada año debería enviarse al laberinto a siete jóvenes y a siete doncellas como sacrificio, que vagaban durante días perdidas hasta encontrarse con la bestia, sirviéndole entonces como alimento. Con el fin de acabar con esta macabra práctica, el héroe Teseo, hijo del rey ateniense Egeo, se ofreció personalmente como «ofrenda», entrando en el laberinto y matando a la bestia.
Antes de eso, cuando Teseo llegó a Creta, Ariadna, hija de Minos y Pasífae, se enamoró de él. Sujetando cada uno un extremo de un hilo gigantesco, Ariadna se quedó en el exterior mientras Teseo entraba en el laberinto, y gracias a esto pudo el héroe encontrar la salida. Teseo se llevó consigo a la muchacha, pero, según la tradición más común, la abandonó, dormida, en la isla de Naxos, aprovechando una escala del barco. Allí la encontró el dios Dioniso y la hizo su esposa, regalándole, como presente nupcial, una magnífica corona de oro fabricada por Hefesto.
Se cree generalmente que existe alguna base histórica para la leyenda del Minotauro. Así, el Laberinto sería el palacio de Knossos, de tamaño tan grande y tantas habitaciones que a los rudos antepasados de los griegos debió parecerles precisamente un laberinto. El viaje de los muchachos atenienses a Creta puede significar una reminiscencia del clásico deporte cretense de saltar al toro. Y el sometimiento y posterior rebelión de Atenas puede significar el predominio cultural o militar de Knossos sobre las ciudades costeras del Mar Egeo, y el sacudimiento de dicho yugo.
Una vez puestos en situación, y después de documentarnos sobre el palacio, descubierto por el arqueólogo Arthur Evans, nos llevaron a ver el Museo arqueológico de Heraclion. Este museo de la capital de Creta está bastante obsoleto y es una pena, porque dentro guardan auténticos tesoros, con la colección de objetos minoicos más importante del mundo.
Pudimos ver el Rhyton taurocéfalo, una vasija del s XVI antes de Cristo, usada para servir vino en los rituales sagrados, la Diosa de las serpientes, una figura femenina con los pechos desnudos y una serpiente en cada mano, la doble hacha minoica y una sala con frescos que representan los cánones de belleza de la época minoica: cuerpos largos, con una cintura muy delgada que subraya su elegancia, mujeres con el busto descubierto y peinados complicados con muchos rizos, narices largas y delgadas. Los rostros están sonrientes, y se veían de perfil salvo el ojo, que se aprecia de frente. Los hombres son de color ocre y las mujeres, de color amarillo. Los muertos son de color azul. Las líneas curvas y en espiral se imponen. Y, al contrario del arte egipcio, la pintura cretense da una impresión de movimiento.
Antes de irnos también pudimos ver el famoso “Disco de festos”: Es un disco de arcilla de 16 cm de diámetro descubierto en 1963 en el palacio de Festo. Grabado por ambas caras, el disco tiene símbolos pictóricos en espiral y nadie ha sido hasta ahora capaz de descifrar su significado ni explicar su origen, aunque probablemente se trate de un cántico sagrado. El disco es una de las piezas más valiosas del Museo.
Fue breve pero intenso. En pocas horas habíamos hecho una inmersión en la civilización minoica que ni en los mejores tiempos de clase de historia del instituto!!!. Lo que sí eché de menos, sin embargo, fue ver algo más en Creta pero el tiempo apremiaba y había que seguir navegando por alta mar…
Cuando volvimos al barco, bajo el “diluvio universal” empecé a temblar cuando se corrió el rumor por el barco de que si seguía el temporal se podía anular la visita a Santorini. Cuántas veces había soñado yo con la idea de ver esta isla… sólo la idea de que pudiera anularse la visita me producía sudores fríos. Nos fuimos a la piscina para darnos otro baño de agua fría y no pensar en lo peor…. Menos mal que los dioses del Olimpo se apiadaron de mí y milagrosamente al llegar a la isla de Santa Irini, el sol despuntó y pude ver un lugar en el mundo al que había deseado llegar durante mucho, mucho tiempo.
No es fácil expresar con palabras las sensaciones que se descubren a medida que te acercas a la isla-cráter. Conforme nos fuimos acercando, me impresionó sobre todo la grandeza de la naturaleza y lo minúsculos que parecíamos frente al fenómeno natural. En la antigüedad se la conocía como Tera, y el nombre actual tiene origen italiano, debido a los mercaderes venecianos medievales que la llamaron Santa Irene (Santa Irini, en italiano).
Entre 1628 y 1627 A.C. la erupción del volcán terminó con una gigantesca explosión de la caldera. Como efecto de la explosión la isla perdió buena parte de su superficie, y se puso en marcha un tsunami que asoló el Mediterráneo Oriental, provocando, entre otros efectos, una grave crisis de la civilización minoica de Creta. Parece que la población encontró tiempo suficiente para evacuar la isla, llevándose muchos de sus bienes muebles. La explosión fue muy intensa y la emisión de polvo, oscureció la atmósfera lo suficiente como para que el hecho fuera observado en China. Este fenómeno duró nueve días en Egipto, medio día en China y se estima que una hora en la Antártida. El volcán sigue activo y ha presenciado erupciones, esencialmente efusivas (no explosivas), desde la gran erupción prehistórica.
Las casas blancas “mil veces fotografiadas”, con sus cúpulas de color azul caen verticalmente y casi vertiginosamente sobre las faldas de la caldera del cráter volcánico. Pero no caen al vacío, caen a un mar profundo con una gama de colores verdes y azules increíble. De los azules más oscuros, casi negros de la zona que está justo encima de la caldera, a los azules turquesa a medida que el mar se aleja del volcán.
No sé si habrá algún otro lugar del mundo que se parezca a Santorini, lo que si sé es que hasta la fecha yo no había visto nada igual. Para subir hasta la cima, donde se encuentra la civilización, primero desembarcamos de nuestro “hotel flotante” y en lanchas nos llevaron hasta la orilla. Desde el puerto nos condujeron en autobús por una carretera sinuosa hasta la capital actual de la isla, llamada Thira. Cruzamos la población y dejamos su visita para el final, porque antes teníamos que ver una de las ciudades más fotografiadas del mundo: Oia, la antigua capital de Santorini.
Según nos contaba el guía, Santorini es la segunda isla más visitada del mundo, después de Bali. Resulta difícil asimilar que ese pequeño núcleo de población reciba cada año, durante los meses de verano especialmente, hasta un millón de turistas. Sólo imaginarlo se me ponían los pelos de punta. Las casas típicas, pintadas y encaladas cada año, se conocen como casas-caverna, y si antes eran refugio de los habitantes de la isla, hoy en día valen su precio en oro. Artistas famosos pagan millones de dólares por tener su rincón reservado en Santorini.
Cuando llegamos a Oia, en el extremo norte de la isla volcánica, además de hacer mil fotos y de quedarnos extasiados en más de una ocasión, tuvimos el placer de ver uno de los mejores atardeceres que jamás habíamos visto. La gente se quedaba en silencio, sentada en las escaleras o en cualquier sitio para ver como se iba ocultando la “enorme bola de fuego” en el horizonte, entre el agua del mar con reflejos rosados y lilas y las sombras de las paredes del cráter de la gran caldera. Impresionante!
Nos costó irnos de Oia y guardar la cámara de fotos. Cuando llegamos a la capital actual Thira, ya era de noche y disfrutamos de un paseo nocturno por sus calles estrechas entre casas también encaladas de blanco. La población no nos impactó tanto como Oia, aunque también hay que tener en cuenta que ya era de noche y no podíamos verla en “todo su esplendor”.
Para volver al barco, teníamos tres opciones: bajar los 500 escalones a pié, en burro o en teleférico. Elegimos la última opción y mientras hacíamos la cola para montarnos en las cabinas, vimos pasar a los pobres burros en tropel que subían de “descargar” a los turistas invasores de la isla. La baja en teleférico desde la cima hasta el puerto no es apta para cardiacos; la inclinación es tan fuerte que los estómagos más sensibles chirrían cuando se producen las descargas eléctricas en los rieles.
Echamos la vista atrás por última vez, y nos despedimos de la isla de Santorini. No sé si volveré pronto, lo que sí sé es que había cumplido uno de mis sueños. En el barco, era también la noche de las despedidas y no podía faltar la incondicional “Noche de gala” con el capitán. Gracias al santísimo, no tuvimos que pasar por ese momento terrible de sacarnos la foto oficial con el capitán, antes de entrar a cenar, con ese telón de fondo de palmeras y cocoteros. Tampoco brillaban tanto las lentejuelas ni lo chaqués entre los pasajeros. Fue todo más light y menos “galáctico”. Nosotros lo agradecimos infinitamente.
Viernes 13: Atenas
A las 7 en punto de la mañana, atracaba el buque en el puerto de Pireo de Atenas. Cuando salimos, nos estaba esperando el taxista que nos llevaría al hotel, por una ciudad que apenas empezaba a despertarse. Yo tenía que trabajar esa mañana y después de mi cita profesional, fuimos a uno de los museos arqueológicos más completos del mundo, el Museo arqueológico de Atenas. Lo había leído en las guías y como dicen en “El País” hay que ver para creer lo que tienen ahí dentro. A pesar de que muchas de las piezas se conservan en otros museos, como el Louvre o el Metropolitan de Nueva York, en Atenas, por 7 euros, la visita a este museo es incuestionable.
Abarca 32 salas y está considerado como el mejor exponente de la escultura, la cerámica y las artes menores griegas. Se restauró para ponerlo a punto con motivo de los Juegos Olímpicos que se celebraron en el 2004, y el resultado es un museo moderno, con mucha iluminación y con más de 7000 objetos de la época prehistórica y más de 1000 esculturas. Allí pudimos ver en nuestro recorrido que duró casi 3 horas (y nos quedamos cortos), entre otras obras: el Poseidón de bronce del año 450 AC, el efebo de Anticitera, las máscaras funerarias de oro macizo o las representaciones de la Victoria (Niké) que decoraban el templo de Artemisa en Epidauro.
Como ocurre con todos los museos importantes, es preferible ir varias veces para disfrutarlo mejor, pero no teníamos otra opción, porque el domingo teníamos que regresar a España. Así que después de una “sobredosis” de historia y arte, salimos, y fuimos bajando por la avenida “28 Oktovriou” hasta la plaza Omonia. El tráfico y el ruido eran terribles, y en cuanto pudimos nos adentramos por las calles paralelas que daban al mercado central. Este mercado de abastos es muy peculiar. Tiene una extraña mezcla de oriente y occidente. Pasamos por el lado de las carnicerías y entre gritos de la gente y trozos enormes de carne colgada en los expositores, cruzamos el mercado de lado a lado. Me sorprendió ver a los carniceros vendiendo en el pasillo, y no detrás de los mostradores. Parecía un híbrido de bazar oriental y mercado de la “boquería”.
A pocos metros estábamos de la zona de Plaka, y era la hora de comer. En una guía había visto que una de las mejores tabernas para comer es la taberna “Platanos”. Tiene años de solera, desde 1932, y se encuentra en la calle Diogenous, muy cerca de la catedral. Es un sitio muy agradable, con las mesas en una terraza cubierta y por 15 euros por persona, comimos unas hojas de parra rellenas buenísimas y una musaka con salsa de yogur que estaba para chuparse los dedos. Muy rico y muy bien de precio. Merece la pena.
Después de comer, dimos una vuelta por las calles de este barrio tan singular de Atenas. Plaka es como un pequeño oasis de casas bajas de colores, a pie de la Acrópolis, que nada tiene que ver con el caos del resto de la ciudad. Se respira tranquilidad, las calles son peatonales y por momentos uno se olvida totalmente de que sigue estando en una de las urbes más ruidosas de Europa. Es un auténtico alivio pasear por Plaka.
Rodeando la acrópolis por su base, llegamos a la entrada principal y compramos la entrada para el día siguiente, ya que eran las 6 de la tarde y en un hora antes del cierre, poco íbamos a ver. La entrada de 12 euros incluye la visita del templo de Zeus, el ágora romana, el ágora antigua, el antiguo cementerio de Keramikos y el Teatro de Dionisios.
¿Qué podíamos hacer entonces? A media tarde el ambiente del fin de semana empezaba a ser palpable y desde Plaka, nos dirigimos al barrio pijo de Atenas, llamado Kolonaki. Este barrio exclusivo se encuentra detrás del Parlamento de la plaza Sintagma y es la zona que hay que cruzar para ir al monte Lycabethus, otra visita obligada en Atenas. En el pasado esta colina se hallaba en el campo, y en sus laderas cubiertas de pinares habitaban los lobos (Lykavittos significa colina de los lobos).
Es sin duda el lugar idóneo para ver las mejores vistas sobre Atenas y la Acrópolis Cuesta un poco encontrar el teleférico, pero merece la pena localizar la calle Ploutarchou, y subir los escalones que llevan hacia él. Yo llegué con la lengua fuera, pero una vez comprado el billete (5 euros ida y vuelta) la recompensa que nos esperaba en la cima, nos hizo olvidar todo el esfuerzo. No hay palabras par describir las vistas desde allí. Tuvimos la suerte además, de que estaba oscureciendo, y poco a poco, vimos como se fue iluminando la urbe en toda su inmensidad, con el mar al fondo y la acrópolis majestuosa en el centro (ver foto). Había bastante gente pero el ambiente no era agobiante. Muchas parejas como nosotros se quedaban absortos mirando el espectáculo, en silencio, y sin poder articular palabra.
Al volver a la civilización, nos dejamos caer otra vez por la plaza principal del barrio pijo de Kolonaki. En la terraza del café “Central”, donde vimos pulular a la “jet” ateniense, nos tomamos sendas cervezas a precio de oro, pero con espectáculo incluido. Amortizamos bien las birritas, y con las imágenes de Atenas desde la cima, aún en las retinas, nos retiramos al hotel “agotaítos”. Empezaba la cuenta atrás.
Sábado 14: último día en Atenas y “Mi gran boda griega”
Eran nuestras últimas horas en Grecia y no podíamos perder el tiempo. Así que después de desayunar, cogimos el tranvía y a las 9 y media de la mañana ya estábamos en el centro de la ciudad para ver todo lo que nos quedaba aún. Primero, una vez llegados a la plaza sintagma, nuestro punto de referencia, nos adentramos en los jardines nacionales, que están justo detrás del Parlamento. Este parque en otros tiempos perteneció a la familia real. A través de los jardines llegamos al Zappeion, un edificio neoclásico que hoy alberga el palacio de congresos y al “Kallimarmaro”, el estadio olímpico con gradas de mármol que en 1896 acogió los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna.
Antes de entrar en el recinto de la acrópolis, y de subir al “Partenon”, entramos en el templo de Zeus con las 15 columnas imponentes que sobreviven de las 84 originales. En su día fue el mayor templo de Grecia y aunque hay que echarle imaginación, viendo los restos arqueológicos y los grandes capiteles corintios, uno se puede hacer a la idea de lo grandioso que debió ser el templo en la antigüedad. El Arco de Adriano, está “más entero” y se encuentra justo en la salida que da a la Acrópolis.
Había llegado el momento. Ese momento histórico en la vida, en el que de repente te encuentras ante una obra de arte o un conjunto arquitectónico, mil veces visto en libros e imágenes pero que nunca te imaginabas que algún día lo verías de verdad con tus propios ojos. Nada más cruzar la puerta de entrada de la acrópolis, un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Ahí estaba, delante de mí, la “gran roca” con el Partenón, todo un símbolo de la civilización occidental.
En nuestro camino ascendente hacia la cima, pasamos frente al Teatro de Dionisio, donde nació el teatro occidental, gracias a las tragedias de Aeschylus, Sófocles y Eurípides que allí se representaban, y muy cerca del Odeón de Herodes, un teatro romano del siglo II, impresionante, y conocido también como el Herodeion.
Cuando por fin accedimos a la Acrópolis (ciudad superior), la respiración se contuvo. Estábamos pisando siglos de historia, con un cielo azul radiante. Según cuenta la historia, los cimientos del templo dedicado a Atenea se pusieron en el año 490 AC, aunque la obra en sí, no se inició hasta la edad de oro de Pericles (461-429 DC). El Partenón es el edificio, construido en mármol más grande del Acrópolis. Surgió con la idea de ser un templo en honor a la Diosa Atenea y por eso en su día tuvo una estatua de la diosa, que ya no existe. En la parte sur, vimos otra de las imágenes más vistas en los libros de arte e historia: las cariátides en la cara sur del templo de Erecteón, un templo erigido en honor de Atenea, Poseidón y Erecteo, rey mítico de la ciudad.
Este templo fue construido en el siglo V AC y las seis columnas que soportan la cara sur del templo, representadas por estas famosísimas mujeres, tienen su explicación histórica. Al parecer, en una de las guerras que los griegos ganaron a los habitantes de la ciudad de Caria, arrestaron a las mujeres de la localidad abatida y las convirtieron en esclavas. Por eso, se las representa como tales en estas columnas. (la versión masculina de las cariátides serían los atlantes).
Un buen rato estuvimos disfrutando de la acrópolis y de la lección de historia en vivo y en directo. Habíamos cumplido con otro de nuestros sueños. Cuando salimos de allí, fuimos a otro de los lugares de visita, incluidos en la entrada: el antiguo cementerio de Keramikos. Antes de entrar, tomamos algo en una de las terrazas cerca de la plaza de Monastiraki, por la que tantas veces habíamos pasado. Era el día previo a las elecciones, y vimos paseando a un grupo de políticos haciendo campaña popular en una jornada de “reflexión” bastante “politizada”.
El Keramikos desempeñó la función de cementerio de la urbe desde el siglo XII AC, hasta la época romana. Fue descubierto en el año 1861, cuando se construyó la calle que desemboca en el puerto de Pireo. Es un lugar muy tranquilo, donde paseando se pueden ver fragmentos de la muralla de Atenas, construida por Temístocles en el año 470 AC., y la calle de las tumbas, con sus lápidas y monumentos funerarios impresionantes. Esta avenida, parece ser, que estaba reservada a los ciudadanos más notables, mientras que a los más pobres se les enterraba en otras zonas.
En nuestro camino hacia la salida vimos una tortuga enorme que comía hierba plácidamente entre las tumbas, y entramos en el museo Oberlaender, donde a pesar de no ser un museo de gran tamaño, tienen piezas muy valiosas de estatuillas, jarrones y estelas funerarias.
Del cementerio fuimos caminando por el lado opuesto de la calle comercial de Ernou, y llegamos a una zona bastante peculiar: el barrio de Psiri. No es tan bonito como Plaka pero sí que tiene mucho ambiente con sus bares y restaurantes. Hoy en día es una zona que está de moda, y aunque está un poco escondida, detrás de Monasteraki, tiene mucho encanto ya que era un barrio donde abundaban los talleres de costura. Elegimos una de las terrazas y pedimos, una vez más las especialidades griegas que tanto nos gustaban: ensalada con queso feta, musaka, hojas de parra rellenas, brochetas de carne y algo que no habíamos probado hasta entonces, el queso frito. (para mi gusto es algo graso y pesado).
A media tarde, se nos hizo un poco tarde, y volvimos al hotel con la intención de coger un autobús (sólo hay uno que pasa cada hora, de color naranja) para ir al Cabo Sunión. Yo personalmente, tenía muchas ganas de ver este templo dedicado a Poseidón, que se encuentra al borde del mar, dominando el cabo y donde dicen que se ven las mejores puestas de sol. Después de esperar casi una hora, y cuando ya nos dábamos por vencidos, apareció el bus y nos montamos casi “al vuelo”. Pero poco nos duró la alegría. El chico que vendía los billetes nos preguntó si íbamos a hacer noche allí, porque era el último bus de ida y no habría otro de vuelta hasta el día siguiente. Yo pensaba que el sitio estaba más cercano a Atenas, pero no, resulta que está a 70 km y el trayecto dura una hora y media. Total, que nos dejó bajar y por un momento nos quedamos dudando sin saber qué hacer.
* PD: Al cabo Sunión volví en otra ocasión, en otro viaje que hice a Atenas por trabajo y lo recomiendo. Sólo por ver las vistas sobre el Mar desde el templo, merece la pena.
No nos lo pensamos dos veces: cogimos un tranvía en dirección al puerto de Pireo y decidimos apurar las últimas horas en Grecia hasta el máximo “permitido por la ley”. El tranvía nos dejó en la última parada frente al nuevo estadio de fútbol, inaugurado con motivos de los juegos olímpicos del 2004, y desde allí cogimos la línea de metro que nos llevó justo al puerto de Pireo. La zona portuaria de Atenas, es como suelen ser este tipo de zonas: garitos de mala muerte, poca luz y gente que deambula por las calles sin rumbo fijo. Al menos, los buques y ferries daban el toque de “luz y de color”.
Teníamos intención de cenar pescado y preguntamos a unos chicos que estaban haciendo “skate” a ver donde nos recomendaban ir. Nos aconsejaron coger un autobús que nos llevaría hasta la zona de Kastella, donde podríamos comer buen pescado. Justo en frente de la parada del bus nº 20, que nos conduciría hasta allí, vimos de repente una iglesia ortodoxa iluminada y con mucha gente dentro. Allí que fuimos, sin pensarlo dos veces. Teníamos que vivir en persona “Nuestra gran boda griega”. Nos sentamos en los banquillos traseros, y empezamos a “gozarla” viendo al personal vestido para la ocasión. Lo que no estaba previsto es que nos tomaran por invitados, y cuando vino una chica a darnos un saquito de tul, monísimo él, lleno de arroz, nos entró un ataque de risa de los históricos.
Aguantamos el tipo como pudimos y nos quedamos a ver la ceremonia de una boda ortodoxa, mientras los destellos de los trajes brillantes de las invitadas nos dejaban casi ciegos. Los cardados de las señoras iban a conjunto, y sus culos celulíticos se mantenían embutidos en sus faldas-butifarra, fieles al “antes muertas que sencillas”. El no va más llegó en forma de invitado masculino: pantalón de falso cuero negro, camiseta de tirantes con más protagonismo que la propia camisa del conjunto y una chaqueta o algo parecido, en charol blanco y negro, que ni Tony maretto en pleno baile de “Fiebre del sábado noche”. En varios momentos tuvimos realmente la duda de si todo era cierto o era una secuencia de una mala película de Fernando Esteso.
Una vez metidos en harina y “adaptados al medio”, prestamos atención a la ceremonia en sí. Vimos como el padrino (Koumbaro) colocaba los anillos en la mano derecha de los novios, intercambiándolos tres veces entre la pareja, simbolizando la conversión de dos personas en una sola. Después, mientras seguía candente una vela encendida y sostenida por los novios, vimos el ritual de las coronas, atadas entre sí como símbolo de la unión. Durante la ceremonia, estas coronas se colocan en el altar sobre una charola de plata, rodeadas de almendras dulces (koufeta) y arroz. El sacerdote toma las coronas y las coloca sobre la cabeza de la pareja, y el padrino las intercambia tres veces, simbolizando que dos se han convertido en uno.
Y de repente llegó el momento que más nos impresionó. El sacerdote se puso a cantar y a dar vueltas al altar seguido de los novios, mientras los invitados tiraban el arroz en el interior de la iglesia. Por un momento pensé que se habían vuelto locos. Era como una tribu india en pleno éxtasis, bailando la danza del fuego. Impresionante. Con este momento boda, la inmersión cultural en Grecia había llegado a su punto culminante!.
Colarnos en la gran boda griega sí, pero auto-invitarnos en el ágape nupcial ya era abusar.
Salimos de la iglesia como dos invitados furtivos y cogimos a tiempo el bus que nos llevaría a Kastella para cenar en uno de los restaurantes del puerto pesquero. Nuestra última cena en Atenas se merecía un “homenaje” y así lo hicimos, aunque la clavada final fue de las de época. Los restaurantes en general tienen muy buena pinta, pero eso sí, mucho cuidado con un señor canoso que se pasea e invita a todo el mundo a pasar a su local. Con el cuento de que su mujer es española, te sienta, te dice amablemente que te dejes aconsejar por él, y cuando te has comido y bebido lo que a él le ha dado la gana, la “dolorosa” es de infarto de miocardio, con importe de 3 dígitos.
La verdad es que pecamos de incautos, nos timaron pero al menos cenamos bien. Y como tampoco era cuestión de acabar con un gusto agridulce nuestro viaje a Grecia, después de despotricar un poco contra el “viejo pirata de los 7 mares”, nos despedimos de la noche ateniense, haciendo memoria de todos los buenos momentos que habíamos pasado en el país robado al mar…..
Así acabó nuestra estancia en Grecia, cogiendo un taxi al día siguiente, que nos llevó como un “sputnik” desde el hotel al aeropuerto. Amaneció otra vez en Atenas, con un sol radiante y el taxista, con cierto parecido a “Georges Michael”, otro griego universal, nos despidió al llegar al aeropuerto con una sonrisa y un hasta pronto en inglés. Yo intenté acordarme del adiós en griego pero me fue imposible… está claro tengo que volver a Grecia!
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