Castillos en el aire…..
16 al 26 de agosto de 2007
A mis chicas, “gratamente”
10 días, 4.000 km y más de 300 fotos. No se trata de un récord Guiness, se trata de un viaje que empezó como una aventura, en coche, y con un trayecto más o menos definido, y se ha convertido en uno de los viajes más interesantes de mi Diario Viajero. ¿La compañía? estupenda, sin duda, mi amiga y su hija, a las que dedico este diario.
Así que… ¡allá voy! La salida fue el 16 de agosto a las 8 en punto de la mañana. Desde Castellón hasta la frontera con Francia en la Junquera, por autopista se tarda unas 4 horas, y unos cuantos peajes (prefiero ni contarlos, ya se que esto no es nada informativo, pero…). Cuando llegamos a la frontera, vimos en el carril derecho, cientos de coches con matrícula francesa que hacían cola para comprar tabaco y alcohol español por arrobas.
Más tarde compré tabaco en Francia y entendí el por qué de las compras masivas de los franceses: el precio de la cajetilla es justo el doble… ¡Viva el mercado común!. Entramos en la France sin muchas retenciones, y nos consolamos viendo las colas kilométricas que llegaban a los 50 km antes de la frontera, en dirección contraria para entrar en España. Nuestra primera parada era la ciudad-fortaleza de Carcassone, reconocida como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1997.
Llegamos casi a las tres de la tarde, una buena hora para comernos el bocadillo de tortilla que no volveríamos a probar hasta el regreso de nuestro viaje por la France. Justo al lado de la entrada del recinto amurallado, hay un parking, en el que se paga por dejar el coche. No hay más remedio, Carcassonne es uno de los sitios más visitados del país y ese día estaba hasta la bandera!. Antes de entrar, dimos un paseo por el cementerio local, que se encuentra justo a la izquierda de la entrada principal.
Los cementerios franceses, tan cuidados y tan limpios invitan al paseo. En todas las tumbas vimos placas de cerámica con frases “lapidarias”, nunca mejor dicho, flores de plástico y todo tipo de fotografías y recuerdos, de mejor y peor gusto, recordando a los difuntos. En otros lugares, los cementerios suelen ser más tristes y austeros, pero en Francia, los decoran y los cuidan tanto o más que sus jardines. Cuenta la historia que el nombre de esta ciudad medieval, tiene su origen en una mujer que se llamaba Carcas. En la época en la que esta ciudad estuvo sitiada, esta “heroína” decidió tirar cerdos cebados por las murallas, para que los enemigos pensaran que no pasaban hambre sino todo lo contrario.
La estrategia surtió efecto, y los enemigos viendo que podían durar y mantenerse durante mucho tiempo, levantaron los asentamientos y se fueron. Cuando los enemigos abandonaron el asedio, empezaron a sonar las campanas y de ahí el nombre “Carcas-sonne”. Leyendas, ¡dejémoslo así! El recinto que da cabida a la ciudad Medieval, tiene una doble muralla con 52 torres. Entre ellas, destaca la del Oeste de planta cuadrada, conocida como la Torre del tesoro y al Este, también destaca, entre dos torres almenadas, la Puerta de Carbona. Estas torres fueron testigos de las batallas que se dieron entre los católicos y los cátaros, considerados herejes y cuya historia ya conté en el Diario sobre la Provenza.
Sirva de recuerdo: http://es.wikipedia.org/wiki/Catarismo .Una vez dentro, “intramuros” como dicen, por unas calles estrechas, adoquinadas y llenas de tiendas de recuerdos, se accede a la entrada del Castillo Comtal. Fue construido en el siglo XII por los Trencavel, vizcondes de Carcasona. Al lado del castillo, visitamos la que en su día fue la Catedral de Saint-Nazaire. En 1801 perdió su status de Catedral, y en 1898 el papa León XIII le otorgó el título de Basílica. La verdad es que merece la pena entrar en este templo que data del año 925 y viajar por el túnel del tiempo hasta los tiempos feudales. www.carcassonne.org/Carcassonne_SP.nsf/vueTitre/ . En esos tiempos “negros” de la historia, seguramente que dada su posición estratégica, Carcassonne era visible desde muchos kilómetros a la redonda.
Hoy por hoy, las mejores vistas sobre el Castillo y la fortaleza, se tienen desde el puente que une la Cité con la ciudad nueva. Nosotras no podíamos irnos de allí sin atravesar el puente y con estas vistas, salimos hacia nuestro siguiente destino: Albi. La ciudad natal de Toulouse Lautrec, fue una de las mayores sorpresas del viaje. Se encuentra a 165 km de Carcassonne en dirección a Toulouse, y es una ciudad muy tranquila, muy habitable y con un amplio pasado histórico. Sus dos “tesoros” son la catedral y el Museo dedicado al pintor de los cabarets parisinos, pero un paseo por sus calles de ladrillo rojo hasta la orilla del río Tarn ya “son palabras mayores”.
Con la luz del atardecer, los ocres, rojizos y pardos de Albi, destacaban aún más, y el paseo antes de cenar en una típica “Brasserie” nos cautivó, hasta el punto de que una de nosotras ya anunció que se quedaba en Albi a vivir!
Viernes 17: Albi – Cahors – Orleans
Temprano, y sin perder un minuto, nos fuimos a visitar una de las catedrales más impresionantes que he visto yo en mi vida. La luz de las primeras horas del día, era muy diferente, y las mismas calles del centro histórico parecían sacadas de “otro cuento de hadas”. Al llegar a la plaza central de Albi, no hay palabras para describir su tamaño, sus altísimos muros de ladrillo rojo, su interior decorado con frescos medievales y su coro gótico.
La tarde anterior, vimos su silueta desde el otro lado del río, y ya era imponente, pero cuando estás a sus pies, ya la cosa cambia, es “megalítica”!!!!. www.albi-tourisme.com/ es Su origen hay que buscarlo tras los disturbios de la cruzada contra los cátaros, a finales del s. XIII, cuando el obispo Bernard de Castanet, mandó acabar la construcción del Palacio de la Berbie, el palacio episcopal con aspecto de fortaleza, e iniciar las obras de la impresionante catedral Santa Cecilia en 1282. La entrada es gratuita, sólo piden 3 euros, si mal lo recuerdo, para visitar el coro. Recalco la entrada gratuita, porque Francia no se ha sumado a la “moda” de cobrar por entrar en las iglesias, como se hace en otros países. En España sí que se han “subido al carro” de cobrar entradas en muchas catedrales, pero en Francia, aún no han caído en la tentación farisea…. Muy cerca, pared con pared, en el Palacio Episcopal de Berbie, se alberga el museo “Toulouse Lautrec”. La entrada cuesta 5 euros y a pesar de que muestran un gran número de obras, el estado del museo deja mucho que desear.
Hay salas con paredes desconchadas y suelos de madera que crujen a cada paso del visitante. La verdad es que da bastante pena ver un museo así, aunque, según se anuncia, todo es debido a los trabajos de restauración que se están llevando a cabo en el Palacio. La exposición empieza en la planta baja con sus primeros cuadros y acaba en las salas de arriba con sus famosísimos carteles del “Moulin Rouge” y del mundo de la farándula. A mí me encantó el del bailarín negro con visera, que creo que se llama “chocolat dansant”. La vida del pintor no fue un camino de rosas, más bien un campo de espinas. Sus padres eran aristócratas y se separaron. Su hermano murió joven, y él tuvo una enfermedad que le afectaba a los huesos y pronto se quebró las dos piernas, condenando su vida a medir poco más de metro y medio. Acabó sus días con “delirium tremens” debido a sus problemas de alcoholismo.
Su madre que le cuidó hasta el final, le internó en varios centros de desintoxicación pero, no tenía cura. Llegó a fabricarse un bastón con trampa en la punta, en la que escondía alcohol y bebía a escondidas. Todo un personaje, este Toulouse Lautrec!! Salimos del museo con una sensación agridulce pero, con ganas de seguir nuestro camino. No cogimos la ruta más corta para llegar a Cahors pero sí la más interesante. Entre campos de flores, y carreteras sinuosas, seguimos las indicaciones que nos iban dando y llegamos a esta ciudad a la hora de comer, más o menos a las 2 de la tarde.
Tampoco teníamos muchas referencias sobre Cahors, pero al igual que Albi, nos sorprendió gratamente….¿verdad chicas? Se sitúa en una península rocosa rodeada por el río Lot, en un lugar también muy estratégico, por donde pasaba el Camino de Santiago por su parte francesa. Históricamente, Cahors cumplió su papel, como centro financiero en el siglo XIII, gracias a los banqueros lombardos, como cuna del Papa Juan XXII y como hogar del rey Enrique IV, con papel protagonista en la Guerra de religiones que enfrentó a hugonotes y católicos. El mismo rey era hugonote y mantuvo un asedio sobre la ciudad hasta que la conquistó para su causa. Historia por los cuatro costados y varios lugares de interés: el “Puente Valentré”, único puente fortificado de Francia que se mantiene en pie, la Catedral de Saint Etienne, el Palacio de Enrique IV, los jardines en la parte alta de la ciudad, la calle adoquinada del Castillo y las termas “galorromanas”.
Muchas cosas para ver pero no tanto tiempo para verlas, nos quedaban 450 km para llegar a Orleans y tampoco era cuestión de cambiar de planes nada más empezar el viaje. Así que con pocas ganas de irnos, y muchas de visitar otros lugares de la zona como Rocamadour, volvimos coger el coche rumbo al norte del país. Llegamos a la hora de cenar y aunque nos costó un poco encontrar el hotel Formula 1 de la cadena accord, http://www.accorhotels.com, al final lo conseguimos. Todos los hoteles del viaje los reservé por Internet en esta cadena, con hoteles limpios, sin grandes lujos y a precios bastante interesantes: una media de 40 euros por noche para 3 personas.
Los más económicos son los Formula 1, que normalmente se encuentran en los polígonos industriales de las ciudades y la pega que tienen es que las duchas y aseos son comunitarios. Pero por 10 euros la noche, ¿qué más se puede pedir?. La categoría superior la forman los “etap hotel”, de la misma cadena, con baño y aseo privado y normalmente mejor situados, en los centros de las ciudades. Claro está que el precio sube un poco, pero merece la pena. ¿Y cenar? Con casi 700 km en un día, no era cuestión de buscar muy lejos un sitio para cenar. Tuvimos suerte, porque a 20 metros del hotel teníamos una franquicia del restaurante más conocido de Bruselas: el “Chez Leon”.
Los belgas tienen la extraña costumbre de comer cazuelas enormes de mejillones al vapor, con patatas fritas de acompañamiento. Extraña mezcla pero ¡qué buenos estaban los mejillones con salsa de apio y qué buenos recuerdos me vinieron a la memoria, de mi año pasado en Bruselas, allá por 1995!!!…
Sábado 18: Orleans y Chartres
Desde la otra orilla del río, donde teníamos el hotel, ya nos hicimos un poco a la idea de lo que nos íbamos a encontrar: una ciudad no muy grande, a orillas del Loira, con casas de piedra blanca y una de las catedrales más bellas de Francia. Dejamos el coche cerca de la estación, y desde allí andando seguimos la ruta turística que viene indicada por todo el centro histórico.
En realidad, todos los puntos de interés giran en torno a la catedral gótica de Sainte Croix, un edificio imponente, que recuerda mucho a la Catedral de Notre Dame de París. Justo en frente de la entrada principal, discurre la avenida Jeanne D´arc, que acaba en una plaza con una estatua ecuestre de la heroína de Orleans en bronce. Enseguida nos dimos cuenta de que la declarada Santa y Patrona de Francia, es casi un reclamo publicitario de la ciudad, por todos los rincones hay alguna referencia a su vida y milagros. ¿Pero quién fue realmente Juana de Arco?. Según cuentan las crónicas de la historia, con tan sólo 17 años, la campesina que veía alucinaciones, dio su vida por Francia y luchó contra los ingleses en la Guerra de los 100 años (que duró 116).
Salvó al país y fue condenada a muerte en la hoguera por hereje. Este es un resumen pero para saber más sobre su vida: http://es.wikipedia.org/wiki/Juana_de_Arco . Como decía, Orleans es la ciudad de Juana de Arco y no han escatimado en monumentos, plazas y calles en su honor. Justo al lado de la catedral, se ubica el Ayuntamiento antiguo con una arquitectura muy peculiar y con entrada gratuita para ver el interior con sus salas de maderas nobles y su decoración barroca, de “horror al vacío”. No sé si podían inspirarse los ediles en su tiempo pero yo, desde luego hubiera tenido ataques de claustrofobia.
Mejor aire se respiraba por las calles peatonales del “viejo Orleans”. Las calles principales se llaman “Rue de Bourgogne” que cruza de este a oeste y la “Rue de L´empéreur”, que va de norte a sur. Entre terrazas y calles adoquinadas, en esta zona también se puede visitar: la Torre Blanca, el gran campanario “Beffroi”, la casa restaurada de madera de Juana de Arco, la Iglesia de Saint Aignan, el Barrio de Saint Paul, etc.. Nosotras recorrimos Orleans durante unas 4 horas, pero es una ciudad que invita a quedarse un par de días. Y ¿Chartres? cuando ví que no estaba tan lejos de Orleans, no pude vencer a la tentación, y por la tarde, después de comer en un “Kebbab” al aire libre, en una terraza, cogimos «carretera y manta» hacia Chartres.Queda a menos de 100 km, y aunque no estaba en nuestros planes de viaje, tampoco podíamos dejar la ocasión de acercarnos para ver otra de las catedrales con mayúsculas de Francia. El paisaje que rodea a Chartres es alucinante.
Kilómetros de llanura y las dos torres de la catedral que destacan como en un cuento de hadas. Se pasa de las colinas verdes a una planicie total, como si se entrara en otra dimensión. Cuando llegamos a media tarde, las terrazas y las calles estaban a tope de gente. Parecía como si todo el mundo que faltaba en Orleáns se hubiese desplazado al mismo tiempo a esta ciudad, una ciudad, pequeña, agradable y muy interesante, tanto o más que Orleans. Su catedral es majestuosa, y distinta a la luminosa catedral Gótica de Orleans, mucho más oscura pero con unas vidrieras que hipnotizan.
Los 37 m de altura que alcanza la nave central dan una idea de su envergadura. En total, el edificio cuenta con más de 150 vidrieras medievales, la mayoría de ellas del siglo XIII. En 1979 fue declarada por la UNESCO Patrimonio cultural de la Humanidad y cuando se entra en su interior, enseguida entiendes el por qué. Desde la catedral, salimos y fuimos paseando por el centro. Nos sentamos en una terraza y mientras nos tomábamos la cervecita de la tarde, vimos y comprobamos que en Francia también tienen esa extraña costumbre de celebrar las despedidas de solteros/as con la misma saña y mala leche que en España.
A un pobre desgraciado lo disfrazaron de bebé, con pañales, semidesnudo y con un gorro en forma de chupete gigante. La gracia consistía en sentarlo en una fuente y tirarle yogures como si fuera un mono de feria. Al final tendrá razón un amigo que dice que esa mala leche puede tener dos motivos: o bien porque los amigos del novio ya casados toman venganza por la despedida que un día sufrieron, o bien porque los amigos solteros/as que no han encontrado el amor de su vida, se vengan de los que sí lo han encontrado de la forma más cruel. En fin, si eso son amigos…. Al volver a Orleans, paramos en un hipermercado, y compramos un “banquete” para esa noche: embutidos, tomates, quesos, vinos y postre. Nuestro “pic-nic” particular lo montamos en la terraza del hotel que estaba justo en la entrada. Las miradas de envidia no pasaron desapercibidas, ¡menudo fiestón nos montamos en 3 segundos…!!
Al día siguiente empezaba realmente la ruta de los castillos del Loira, y esa noche en Orleans, disfrutamos de una buena cena y de una buena sobremesa a la luz de la luna.
Domingo 19: Primera etapa de la ruta de los castillos del Loira: Orleans – Blois
Amaneció lloviendo y con malos presagios. Atrás quedaban los días soleados de Albi y de Carcassonne. La ruta del Valle del Loira se puede hacer en los dos sentidos, desde Nantes hasta Orleans, o al revés. Nosotras optamos por empezar por Orleans y acabar la ruta en el Atlántico. Sin entrar en Orleans, girando hacia la izquierda, en dirección al Castillo de Chambord, así empezó nuestra ruta. Hay que decir que en un tramo de unos 100 kilómetros, hay más de 40 castillos para ver . Hay 4 ó 5 que son los más famosos y visitados, como el de Chennonceau, el de Chambord o el de Chevergny, pero los hay escondidos y menos conocidos que merecen la visita, sobre todo por la tranquilidad y la ausencia de turistas.
A unos 35 km de Orleans, con la lluvia persiguiéndonos pero dándonos un respiro de vez en cuando, llegamos a nuestra primera cita: Meung sur Loire. Se trata de un pueblo a orillas del Loira, con casas de piedra gris y tejados de pizarra. Es muy bonito e invita al paseo. Allí se encuentra el “Castillo de las dos caras”, llamado así, porque por un lado tiene el color rosado de sus paredes y por el otro el color gris de sus fachadas de piedra. Los actuales dueños lo han convertido en un “Castillo fantasma” con espectáculo de luces y sombras, de esos en los que de repente te aparece la sombra de un antepasado, mientras crujen las paredes… Un horror! Es una pena porque el castillo es realmente bonito pero, de algo tendrán que vivir los propietarios.
Casi todos los castillos del valle de Loira son patrimonio del Estado, pero en algunos casos como éste, la propiedad ha ido pasando de generaciones en generaciones y los que se ocupan hoy en día de estos castillos tienen que “reinventarlos” en hoteles, fincas de banquetes o castillos del terror. Este pequeño pueblo del Loira, también fue protagonista en la Guerra de los 100 años. Aquí Juana de Arco, venció a los ingleses y logró terminar con el asedio de la ciudad de Orleans por parte de los ingleses. Dejamos Meung, y volviendo a la carretera general, nos encontramos con la Basílica del siglo XV de Notre Dame de Saint André de Clery. Esta Iglesia está ligada a la dinastía de los Valois y entre sus ilustres peregrinos, me fijé que uno de ellos fue Alfonso de Borbón.
Otro de los que también pasaron por la Basílica pero para quedarse para siempre fue el rey Luis XI que descansa eternamente junto a su esposa Carlota de Saboya en el mausoleo que ocupa el lado izquierdo de la nave. Al salir del templo volvía a llover con fuerza y corriendo cogimos el coche hacia nuestro siguiente destino: Beaugency. Al igual que Meung sur loire, este bonito pueblo de piedra gris, también se encuentra a orillas del Loira, y entre sus calles adoquinadas nos encontramos con un centro histórico, cargado de edificios interesantes: la Iglesia de Notre-Dame, donde se celebraron dos concilios, la Torre de Saint Firmin, La Torre del Reloj, el castillo Dunois (cerrado por reformas actualmente), la Casa de los templarios, el ayuntamiento, la Puerta Tavers y el enorme bastión del siglo XI que se levanta junto al castillo y que se conoce como Torre César. Todo el pueblo es una obra de arte y a pesar de la lluvia que seguía cayendo sin tregua, disfrutamos mucho paseando por sus calles. Volvimos al río, y siguiendo su curso fuimos a parar al famosísimo Castillo de Chambord.
Es uno de los castillos renacentistas más bellos del Valle del Loira. La “culpa” de su construcción se debe al rey Francisco I, quien logró convencer a Leonardo da Vinci para que se trasladara a vivir a Francia y le ayudara a construirlo. En realidad fue un capricho del rey, porque lo quiso como residencia campestre y reserva de caza, y una vez terminado apenas estuvo en él algunas semanas, cada dos años, durante la temporada de caza. Después de Chambord el siguiente castillo, también era de los «famosos», el castillo de Cheverny. Y en el camino, vimos anunciado otro, el castillo de Villesavin. Fuimos hasta la entrada pero era de propiedad privada y nos pedían 6 euros por entrar. No podíamos entrar en todos pagando, hubiese sido una ruina, así que decidimos pagar entrada en unos cuantos “elegidos”, y el de Villesavin no fue “elegido”. Para los interesados, decir que en este castillo albergan un museo único: el Museo de las Bodas del siglo XIX y una exposición de cochecitos de niños.
Cuando se llega al Castillo de Cheverny, a todo el mundo le suena de algo. De repente parece como si fuera a salir de sus puertas el capitán Haddock y no es que la gente tenga delirios, es que el castillo que vemos en las aventuras de Tintín, donde vive su amigo el capitán, está inspirado en éste. La lluvia caía con ganas, y después de nuestro “pic-nic” improvisado al lado del coche fuimos a visitarlo. Dicen que es el castillo donde mejor se han conservado sus interiores y la verdad es que puede que tengan razón, pero verlo con cientos de turistas a tu alrededor, te saca de quicio y la visita dejó mucho que desear. Al fondo de los jardines, en lo que se conoce como el pabellón de la Orangerie, actualmente hay una tienda de recuerdos y entre sus paredes, cuenta la historia que permaneció escondida la pintura de Mona Lisa durante la Segunda Guerra Mundial. Además de haber inspirado a Hergé el creador de Tintin, Cheverny también es famoso por su sala de trofeos de caza y su perrera con 70 perros de caza.
Los propietarios organizan jornadas de caza mundialmente conocidas y cualquiera puede ver a los perros de raza, a la entrada del castillo, a mano izquierda. Así salimos de allí, oyendo la jauría de perros, mientras los chaparrones de lluvia cesaban y nos dejaban ver la luz. Queríamos ver dos castillos más antes de llegar a Blois, donde íbamos a dormir esa noche, y nos costó encontrarlos, pero al final lo conseguimos. Entre campos de flores silvestres, y un arco iris impresionante, vimos primero desde la verja el castillo de Troussay. Es un edificio de estilo renacentista, escondido entre árboles y de propiedad privada. El siguiente era el Castillo de Beauregard (hay que ser francés para llamar a un castillo bella mirada, o bella vista).
Este castillo se encuentra en el pueblo de Cellettes y como nos costó encontrarlo, cuando llegamos ya eran las 6 de la tarde y no había ni un alma. Aunque bueno, también hay que decir que en Francia la vida se acaba a partir de las 5 de la tarde. A las 6 ya no se ve ni un alma por las calles, sobre todo en los pueblos. Así que vimos los jardines y el castillo por fuera sin gente, sin que nadie nos pisara los talones como nos había pasado en Cheverny. Al atardecer llegamos al destino final del día: a la ciudad de Blois. También aquí la sombra de Juana de Arco seguía siendo alargada: En 1429 hizo de Blois su base de operaciones para la batalla de Orleans y Carlos de Valois, duque de Orleans, hizo de Blois su residencia tras su liberación del cautiverio que le impusieron los ingleses. En el palacio nació, en 1462, el hijo que llegaría a ser rey de Francia, con el nombre de Luis XII. Nuestro “Etap hotel” estaba justo al lado del gran castillo-fortaleza. Al estar en lo alto de la ciudad, impresiona más aún.
Subimos hasta la cima donde se encuentra la entrada principal y pudimos ver a pesar de la lluvia y la ventisca la figura ecuestre del rey Luis XII que corona la entrada al patio por el ala de estilo gótico que lleva su nombre. Hay otras dos alas en el castillo, el ala Francisco I de estilo italiano, cuyo elemento principal es su enorme escalera y el ala Gastón de Orleans, con una superposición de los estilos dórico, jónico y corintio. Desde allí las vistas sobre el Loira son inmejorables, merece la pena subir hasta allí. No nos rendimos ante la lluvia, y seguimos nuestro paseo por el centro histórico de Blois. Por unas escaleras bajamos y llegamos hasta la orilla del río, que en esos momentos bajaba muy caudaloso. El centro es prácticamente peatonal y como la ciudad está en pendiente sobre el río, para ver la catedral hay que volver a subir otra vez por calles empedradas hasta la cima de otra loma.
Fue una bonita forma de hacer ejercicio antes de cenar en una pizzería cercana al hotel. Al día siguiente íbamos a recorrer la segunda etapa entre Blois y Tours, y veríamos varios castillos importantes, como los de Chaumont y Chenonceau.
Lunes 20: Desde Blois hasta Tours
Tan sólo hay 58 kilómetros entre las dos ciudades, pero en cada rincón hay un castillo que ver, de los más famosos y de los que no. El primero que vimos a sólo 10 km de Blois, fue el de Chaumont. En este no pagamos entrada y nos quedamos con las vistas desde el parque que lo rodea. Está en un alto, y cae casi literalmente sobre el río Loira. Su historia, es la historia de una reina que marcó la vida del país durante muchos años.
Catalina de Mediccis era temida por su fuerza, su inteligencia y su frialdad. Cuando murió su marido Enrique II, ella compró el castillo y se instaló allí. Pero al cabo del tiempo, Catalina obligó a la que en su día fue la favorita de su marido, Diane de Poitiers, a aceptar el castillo de Chaumont a cambio del de Chenonceau. Catalina ganó con el cambio, eso sin duda! Al salir de Chaumont, también nos alejamos del Loira, teníamos que seguir por el interior. Así lo hicimos y llegamos al castillo medieval de Fougères. Era otra estética, más robusta, menos ornamentada y menos artificiosa. La entrada es de 5 euros y merece la pena visitarlo por dentro. Los arcos del patio de la entrada, bajos y pesados dan al conjunto un efecto de solidez y sobriedad muy diferente a la arquitectura francesa de la época de Francisco I a su regreso de Italia.
Este castillo no tiene nada que ver con el de Chaumont o el de Chenonceau. Apenas quedan muebles pero a medida que discurre la visita, se entra en otra dimensión, en un castillo fantasma pero hecho con gusto, con habitaciones misteriosas, juegos de luces, sombras que dan miedo y rincones que trasladan al mundo de los cuentos de hadas. ¡qué risas nos echamos y qué miedo pasamos en alguna de las salas!! Retomamos la carretera en dirección al Castillo de Chenonceau, y en el camino paramos en un pequeño pueblo llamado Pontlevoy, famoso por su abadía. No había ni un alma cuando entramos, daba casi miedo.
Me fijé que en la entrada había muchas oraciones y reseñas sobre Santa Teresa de Lisieux, a la que yo por un momento confundí con la de Ávila, pero por las fechas de su vida y milagros, me di cuenta enseguida de que no, de que esta Santa Teresa, era “patrimonio francés”. Ni un alma, en muchos momentos del viaje, nos dimos cuenta de que prácticamente estábamos solas en muchos sitios, y en otros, las manadas de turistas nos engullían. Era una auténtica gozada perdernos por caminos sin rumbo y sin saber muy bien lo que nos íbamos a encontrar. De repente, y en mitad de la nada vimos otro castillo abandonado, aunque en la guía aparecía como abierto al público.
Los únicos signos de vida a su alrededor eran dos niños y varios caballos que campaban a sus anchas. Se trata del castillo de Gué-Péan, antaño utilizado como pabellón de caza. Dimos una vuelta rodeando sus torres y aunque parecía habitado, las paredes desconchadas y los muros agrietados daban una sensación de abandono. Me imagino que mantener una propiedad de estas, hoy por hoy, sin darle un uso comercial, tiene que ser casi imposible… Del anonimato y la soledad, pasamos al que probablemente sea el castillo más visitado del Valle del Loira, el Castillo “acuático” de Chenonceau. La entrada cuesta 9,50 euros y es casi “obligatorio” visitarlo. A pesar de los cientos de turistas, Chennonceau es la “joya de la corona”. Literalmente construido sobre el río, y rodeado de jardines flotantes, ha sido durante años un castillo codiciado por reinas y reyes.
En su interior, se conservan en buen estado las habitaciones, las cocinas y los salones. La historia de sus moradores es larga y complicada, y por eso, para no explayarme demasiado, prefiero apuntar el enlace: http://www.chenonceau.com/media/es/index_es.php A la hora de seguir nuestra ruta, el hambre apretaba y decidimos desviarnos por un camino forestal y montar un “pic-nic” de lo más bucólico. Cuando ya teníamos todo instalado y preparado, con nuestra mantita de cuadros escoceses y todos nuestros manjares en exposición, empezó a chispear, pero no llegó a mayores. Eso sí, no tuvimos más remedio que abrir los paraguas y comer nuestros bocatas entre risas, casi, casi como en el cuadro de Goya, aquél de “La pradera de San Isidro”. Entre tanto castillo, y tanto glamour, venía bien de vez en cuando un trozo de salchichón y un trago de vino, aunque fuera bajo el agua..
Después de comer y antes de llegar a otra ciudad monumental, Amboise, paramos para ver la pagoda de Chanteloup. Desistimos en el intento de entrar, la vimos desde la lejanía y corrimos a resguardarnos de la lluvia. Esta torre es todo lo que queda del castillo de Chanteloup, y en sus 44 metros de altura, se une el estilo francés del siglo XVIII con el estilo de las pagodas chinas. En Amboise, a donde llegamos poco después, merece la pena visitar su centro histórico, su castillo y la casa-palacio donde murió Leornardo da Vinci, el llamado Clos- Lucé. El gran castillo-fortaleza de Amboise es impresionante y se aprecia desde kilómetros a la redonda, especialmente, desde el otro lado del río Loira. No tuvimos mucho tiempo de recorrer a fondo esta ciudad, pero a simple vista merece la pena quedarse en ella, al menos un día.
A duras penas, bajo la lluvia que volvió a inundar las calles, llegamos hasta la puerta de la que fue la última morada de Leonardo da Vinci: el Clos-Lucé. Allí el autor desarrolló muchos de sus inventos hasta su muerte en este lugar, a la edad de 67 años, en el año 1519. Al salir de Amboise, estábamos a pocos kilómetros de nuestro destino final: la ciudad Tours. En el camino, nos desviamos una vez más para ver el castillo de Bourdaisière, hoy convertido en hotel de 3 estrellas, con habitaciones de entre 120 y 250 euros la noche. Sólo lo pudimos ver desde fuera pero nos imaginamos lo que supondría pasar una noche allí. Hubiese estado bien, cambiar los planes de pernocta y dormir allí, pero teníamos la reserva hecha en Tours (qué fáciles somos de convencer…).
A la ciudad de Tours, más caótica de lo que hubiésemos deseado llegamos casi al anochecer. Nos costó encontrar el hotel Etap, detrás de la estación de trenes pero al final lo conseguimos. Dejamos las maletas y buscamos un sitio para cenar. Acertamos de lleno, una creperie muy cercana a la catedral, donde “nos pusimos las botas” con unas galettes saladas, una crepe dulce llena de nata y chocolate y una sidra de pera casera que nos dejó como “reinas de Chenonceau”.
Martes 21: desde Tours a Angers
El peor recuerdo del viaje llegó esa mañana en Tours. Fuimos a la catedral, que habíamos visto iluminada, la noche anterior, y mientras aparcaba el coche o por lo menos lo intentaba, se paró a mi lado un coche de la policía.
Yo no entendía el por qué, y al ver que no se iban, bajé la ventanilla. El poli de pacotilla me empezó a decir que si no me daba cuenta de que estaba “en train de percuter” al coche de atrás. Yo pensé que estaba de broma, porque ni siquiera lo había rozado y cuando entendí que el tío insistía y que tenía ganas de amargarme el día, me hice la “sueca” diciéndole que no entendía lo que quería decir con “percuter”. Estaba claro que había visto la matrícula extranjera y quería empezar el día, tocando las narices a alguien, pero en esos casos no hay nada como hacerse la “guiri” y probar hasta donde llegaba su paciencia. Al final, el “percuteman” se fue por donde había venido y a mí se me calentó la sangre. Imbécil! Conseguimos aparcar y entramos en la Catedral de Tours, dedicada al Obispo Saint Gatien, y con el ensimismamiento de tanta belleza, se me pasó el mosqueo enseguida. Es altísima, gótica y con unas vidrieras impactantes.
A primera hora de la mañana ya había gente visitándola y nosotras nos tomamos nuestro tiempo para hacerlo. Al salir teníamos dos opciones, recorrer el centro de la ciudad andando, o hacerlo en coche para seguir nuestra ruta. Optamos por hacerlo en coche, pero tampoco pudimos ver mucho, ya que la mayoría de las calles del centro histórico son peatonales. En verdad, se puede decir que salvo la Catedral, el teatro municipal y la estación de trenes, con una fachada espléndida, poco más vimos de esta ciudad, conocida por sus vinos y por la perfección con la que se habla el francés.Tours quedaba en nuestro diario como asignatura pendiente, volveríamos algún día.
Nos quedamos con ganas de ver sus famosas casas de madera de la Plaza Plumereau, de los siglos XV y XVI, pero no teníamos más remedio que seguir. Antes de dejar la ciudad, entramos en un lugar un poco extraño: la ruinas de la Abadía de St Cosme. Allí vivió el escritor Ronsard, y aunque sólo sea por ver los jardines, merece la pena pararse allí. Ya en ruta, a pocos kilómetros de Tours, nos encontramos con otro Castillo “estrella”, el castillo de Villandry. En este “paraíso” para los amantes de la jardinería, lo que realmente merece la pena es perderse por sus jardines y huertas. Existe la opción de visitar sólo los exteriores y por 5 euros sentirse por un rato como “Alicia en el país de las maravillas, al otro lado del espejo”. Fotos y más fotos, no podía parar de hacer fotos. Nada que envidiar a los famosos jardines de Versalles.
Realmente increíbles!. Desde Villandry fuimos hasta el Castillo de Azay-le-Rideau, también “flotante” aunque no tan impactante como el de Chenonceau. Este castillo se encuentra en un pueblo muy pintoresco y agradable. Cuando llegamos había bastantes turistas y lucía el sol. Decidimos no hacer cola para entrar y seguir hacia el Castillo de Saché. Para visitarlo hay que desviarse un poco de la ruta general, pero teníamos que ir a ver el lugar donde el escritor Honoré de Balzac, ese autor del que me hicieron leer sus libros en francés y a quien nunca llegué a entender del todo, vivió muchas temporadas de su vida allí. Este Castillo de Saché, más que un castillo parece una casona, ni siquiera un palacio. En su interior, hay un museo sobre la vida y obras del escritor.
Es un lugar tranquilo y muy apetecible; un buen refugio para escribir novelas. También hubiese sido un buen sitio para el pic-nic pero preferimos hacerlo frente al Castillo de Ussé. Llegamos a Ussé y buscamos un sitio pero fue imposible, el suelo estaba muy húmedo. Comer frente al Castillo de Ussé, fuente de inspiración del autor de la Bella Durmiente, hubiese sido un plus!. Nos quedamos con la imagen de este castillo en la retina y seguimos nuestro camino en busca de un paraje. Me volví a meter por un camino de cabras y acabamos comiendo entre girasoles y campos de trigo. El paisaje no era tan verde como el día anterior, pero también nos gustó mucho. Comimos incluso moras silvestres de postre! Con fuerzas renovadas llegamos a Chinon. En esta ciudad medieval, no sólo el Castillo que por cierto está en plena restauración, merece la pena. Todo el pueblo es monumental.
Por sus calles han pasado personajes históricos como Juana de Arco (¿quién si no?), Ricardo Corazón de León, Juan sin Tierra y el rey Enrique II, entre otros. Fue en Chinon donde la joven doncella de Francia, salió victoriosa de la trampa que le pusieron. Reconoció al rey que intentó disimular su presencia escondiéndose entre los 300 nobles y gentiles que estaban allí reunidos. Sus palabras al arrodillarse frente al rey reconocido fueron: «el rey de los cielos me envía para deciros que vos seréis consagrado y coronado en la ciudad de Reims y seréis el legado del Rey de los Cielos que es el rey de Francia».
También en Chinon, sede de la corte hasta el año 1450, fue escenario de la entrega al rey Luis XII de la bula en la que el papa César Borgia le concedía el divorcio de Juana de Francia. El rey no cabía en sí de gozo, se libraba finalmente de una esposa con “aspecto simiesco, una doble protuberancia y una cadera coxálgica”! (las malas lenguas dixit). Todo un retorno al pasado, y una lección de historia acelerada. Muy cerca de Chinon, nos esperaba otro lugar histórico: la Abadía de Fontevraud. Allí descansan los Plantagenet, dinastía de reyes de Inglaterra, cuyas raíces hay que buscarlas en la Casa de Anjou o Dinastía Angevina. Estábamos pisando las “mismísimas raíces de la realeza francesa”. Fue fundada en 1099 por Robert d’Abrissel, predicador célebre en Bretaña y Anjou. Desde su origen, la abadía se distinguió del resto de las construcciones religiosas existentes al tener cinco edificios diferentes para: los monjes, las religiosas, los leprosos, los enfermos, y las mujeres de alta condición que se retiraban del mundo.
Cada uno de los conventos posee su iglesia y su claustro. El fundador había previsto que esta organización fuese dirigida por una abadesa, y esto trajo consigo problemas de rebeldía por parte de los monjes que no querían ser dirigidos por una mujer. La entrada cuesta 9 euros y hace falta un mínimo de dos horas para la visita. Volvimos a retomar la orilla del río Loira y vimos desde fuera el Castillo de Montsoreau. Cuando fue construido en el siglo XV, las aguas del Loira tocaban sus paredes. Las mismas paredes que un día fueron testigos de una historia de amor a tres bandas entre el propietario, su mujer y el amante de ella. La cosa acabó con el amante asesinado por el propietario y la mujer volviendo al redil de su “Señor”.
Para ver mejor este Castillo hay que alejarse y verlo en perspectiva, al igual que nos ocurrió cuando llegamos finalmente a la ciudad de Saumur. Las mejores vistas de Saumur también se tienen desde el otro lado del río. Si no, es difícil darse cuenta de la magnificencia de esta ciudad. La ciudad vieja está dominada por el castillo, que fue utilizado como prisión bajo el reinado de Luis XIV. Dicen que en muchos rincones de Saumur, se palpa, aún hoy en día, el mismo ambiente que se describía en la novela de Balzac, “Eugenie Grandet”. Parece una ciudad anclada en el pasado y desde el río las vistas embriagan. Fue uno de los momentos mágicos del viaje. Nos quedamos sin palabras, durante un buen rato, sin decir ni una sola palabra, no hacía falta. Y finalmente llegamos a nuestro destino final del día, a Angers.
Llega un momento en el que te paras a pensar que es imposible ver algo más bello de lo que acabas de ver, y no!, de repente ves algo más bonito todavía. Así nos sucedió con Angers. Se puede decir que esta ciudad amurallada y de piedra gris es el punto final o inicial, según se mire, de la ruta de los castillos del Loira. Estábamos cansadas pero Angers nos atrajo desde el primer momento. Su castillo está amurallado y en lo alto de la ciudad. Es un hermoso ejemplo de la arquitectura feudal. Construido con pizarra en lecho de piedra blanca.
Los antiguos fosos están ocupados ahora por bellos jardines. Sus 18 torres redondas se extienden más de un kilómetro y tienen entre 40 y 50 metros de altura. Desde allí se accede, por calles empedradas a la catedral de Saint Maurice y al Barrio de la Doutre, un barrio antiguo que conserva casas con las vigas exteriores de madera. Sin querer, dimos con la casa del nº 67 de la calle Beaurepaire del año 1582, que está adornada con figuras que representan la Ciencia y la Magnificiencia en el primer piso y la amistad y la liberalidad en el segundo piso. Recorrer el centro de Angers es un «must». Lo mejor es perderse y encontrarse con rincones como la Casa de los penitentes, la Casa Azul o la Torre campanario de Saint Aubin. Mucho que ver y mucho que apreciar. Tanto, que después de cenar en un restaurante del centro, celebramos el descubrimiento de Angers con un buen gin Tonic a la luz de ese cielo que por fin dejaba de estar nublado.
Miércoles 22: desde Nantes hasta Bretaña
Llegaba el fin del valle del Loira pero en absoluto el fin de nuestro viaje. Aún nos quedaban 4 días para subir hasta Bretaña y regresar a casa pasando por Burdeos, mi segunda “patria”. Nantes está a menos de 100 km de Angers. Salimos pronto por la mañana y la lluvia nos acompañó durante todo el viaje. Y cuando llegamos, y aparcamos detrás de la Catedral se nos ocurrió una brillante idea: coger un tren turístico (tengo que decir que por primera vez en mi vida) y recorrer el centro de Nantes, sin cansarnos y resguardadas del “txirimiri” que caía. Como niñas con zapatos nuevos, salimos a las 10.30 en punto y durante 40 minutos fuimos viéndo el Ayuntamiento, la Iglesia de San Nicolás, la Calle Voltaire donde se concentran los museos de la ciudad, los barrios que dan al río, con sus casas del siglo XVIII, cuando Nantes era un centro comercial muy rico, el pasadizo cubierto de Pommeraye, el nuevo Palacio de Justicia de Jean Nouvel (el mismo que firma la Torre Arbag de Barcelona), el Castillo de los Duques de Bretaña, etc. Ya estábamos entrando en la Bretaña francesa, de hecho, Nantes llegó a ser su capital administrativa, puesto que ocupa ahora la ciudad de Rennes.
Cuando acabó el “tour” del tren turístico, nos paró en la puerta de la Catedral y entramos a verla. Si la Catedral de Chartes era oscuridad, ésta era todo claridad. La han restaurado y la piedra está blanca, casi inmaculada. Se construyó en 1434 en honor a San Pedro y en su interior deslumbra el mausoleo de Francisco II de Bretaña, el último duque de Bretaña. Muy cerca de la Catedral, se encuentra, a mano izquierda, el Castillo de Nantes. También fuimos a verlo antes de partir. Lo que más impresiona al verlo desde fuera, es el color de su piedra caliza blanca.
En su interior se albergan dos museos, el de etnografía bretona y el que muestra la historia de la ciudad. Edificado por el duque Francisco II y su hija Ana (reina de Francia desde 1491 hasta 1514), el Castillo fue al mismo tiempo palacio residencial y fortaleza defensiva. Aquí fue firmado el Edicto de Nantes por Enrique IV en 1598, gracias al cual los protestantes franceses tuvieron asegurados sus derechos. Este edicto fue revocado por Luis XIV en el año 1685. La reina Ana de Bretaña, fue ante todo, una reina que defendió la independencia y soberanía de su tierra, y así pasó a los anales de la historia, como la reina más bretona.
El paisaje, el clima y hasta la gente empezaban a cambiar. En pocos kilómetros, habíamos pasado de los pueblos engalanados del Valle del Loira, a un paisaje más agreste, más húmedo y más gris. Pero, este es el encanto de Bretaña, una tierra donde se come bien, se bebe aún mejor y se respira a yodo marino por todas partes. Uno de los objetivos de este viaje era llegar hasta el Monte Saint Michel y hacia el norte nos dirigimos para cumplir nuestra “misión”. Yo recordaba ese lugar de peregrinación lleno de gente y entre brumas, pero habían pasado casi 6 años y tenía la esperanza de encontrarme con otro Saint Michel más tranquilo.. ¡Qué ilusa! En el camino, pasamos por Chateaubriant. El nombre de esta ciudad me sonaba a un escritor, a una forma de guisar la carne, a un hecho histórico y ante la duda…. Lo mejor era parar y averiguar.
Sí que hubo un escritor y sí que hay un solomillo de carne de buey con salsa bearnesa que llevan ese nombre, pero con una pequeña diferencia: Chateaubriand acabado en “d” y no en “t” como se llama el pueblo donde paramos. Como ya era la hora de comer y el hambre apretaba, elegimos un parque al lado del castillo y montamos nuestro pic-nic particular. No tendría nada extraordinario comer al aire libre, pero lo que sí tenía delito era beber el vino infumable que habíamos comprado en envase de cartón… ¡¡ ni los vagabundos más paupérrimos lo hubiesen tomado!!! En fin, no todo es glamour en la France, también tienen vino “denunciable en comisaría”. Medio intoxicadas etílicamente hablando, recorrimos el centro de Chateaubriant, acabado en T y los jardines del castillo, donde estaban haciendo un reportaje de bodas a unos novios, ¿un miércoles?.
Parece ser, que a veces los reportajes de fotos se los hacen otro día, vestidos y todo como en el día de “autos”. Habían elegido un buen escenario, los jardines centrales del castillo mitad medieval y mitad renacentista. Los fosos estaban decorados con jardines y flores y me recordaron mucho a los jardines de las murallas de Angers. La lluvia se convirtió en calabobos y con los efectos del vino demoníaco, salimos en dirección al Mont Saint-Michel. Cuando por fin llegamos, había colas de coches viniendo del lugar más visitado de Francia, después de la Tour Eiffel. Hicimos bien en llegar a las 6 de la tarde porque las marabuntas de turistas ya se habían ido.
Aún quedaba gente pero se podía andar por lo menos. ¿Y qué decir del Mont Saint-Michel? Pues como me ocurrió la primera vez que lo vi, sin palabras…. Con la marea baja, el cielo encapotado, y el olor a salitre, nos quedamos las tres ensimismadas mirando el “monte sacro”. Desde 1979 figura en la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO y su originalidad se basa en que en realidad, se trata de un islote al que durante siglos, sólo se podía acceder por vía terrestre en los momentos de marea baja, y por vía marítima cuando había marea alta. Actualmente se puede acceder a la abadía en todo momento gracias a la carretera que lleva a los pies de la roca. http://es.wikipedia.org/wiki/Monte_Saint-Michel Hoy es un lugar turístico de primer orden, pero antaño fue un lugar de peregrinación y de culto.
Subimos hasta la cima, donde se encuentra la Abadía (entrada 8 euros) y desde allí vimos las vistas espectaculares sobre la bahía. Hasta las gaviotas que posaban para mí cámara se quedaban “in albis” mirando alrededor. Toda una “experiencia religiosa”, como cantaba alguno… Al salir del Mont Saint-Michel aún embobadas, cogimos la ruta costera para llegar a Saint Malo, una ciudad muy turística, y especial. Los 30 kilómetros que discurren por la Costa, pasando por Cancale, merecen la pena. Es una costa que ya en su día nos impactó, tenebrosa, entre brumas y con el mar abierto que casi no se dibuja en el horizonte. Dicen que las mejores ostras de Francia se cultivan aquí. Lo que más choca al llegar a la ciudad amurallada de Saint Malo es su aspecto de fortaleza castrense.
Es como un islote de casas militares, de aspecto bastante austero y frío. El clima no acompaña, porque a pesar de que aparezca en las guías como lugar de vacaciones, dudo mucho de que se pueda bañar alguien por estas tierras. Sí que vimos mansiones a las afueras, y gente pija caminando por los alrededores. Pero lo que no vimos fue ni un bañador, en pleno agosto a las 8 de la tarde, el termómetro no subía de los 10 grados.
Encontramos nuestro Etap hotel, que colgaba el cartel de completo, y después de dejar las maletas, nos fuimos a cenar “intramuros”, unas crepes deliciosas con sidra de manzana. La visita diurna de Saint Malo, la dejamos para el día siguiente.
JUEVES 23: Desde Saint Malo a la Rochelle
Con esta era la segunda oportunidad, y no tuve más remedio que resignarme a ver la ciudad otra vez bajo la lluvia. Recorrimos todo el centro de la “joya” de la Costa Esmeralda. Se puede acceder al centro o “intramuros” por una de las 7 puertas. También se la conoce como la ciudad de los corsarios, y en muchos rincones vimos recuerdos de esos tiempos en los que los piratas tenían “un parche en el ojo y pata de palo”.
Eso cantaba Sabina, pero los corsarios de Saint Malo eran más refinados, eran corsarios al fin y al cabo. Las vistas desde las murallas hacia un mar picado, la mayoría de las veces, son de las que quitan el hipo. Aguas turquesas, verdes y azules que dejan ver los islotes rocosos donde antaño había dos fuertes militares. En el islote conocido como Grand Bé, unido a la playa de Bon-Secours por un camino de piedra tiene, además de su belleza un atractivo especial. En ese escenario ideal podríamos imaginar, escribiendo frente al mar, al escritor y político que cité antes, Chateaubriand, muerto en 1848 y nativo de Saint-Malo.
Porque es allí, justamente, donde se encuentra su tumba. Es difícil alejarse de Saint Malo, pero la idea de visitar Dinan, acto seguido me animó a coger el volante. Nos alejamos de la costa y entramos en el interior de Bretaña. Cuando llegamos a Dinan, un pueblo medieval de “postal”, había tal atasco de coches que por un momento pensé que no podría aparcar ni soñando. Menos mal, que de repente vimos a una abuela francesa intentando sacar su coche, mientras golpeaba a todo lo que le rodeaba por los 4 costados.
Ella sí que “percutaba” los coches. Dinero hubiera dado yo porque le viera en ese momento el policía de Tours que me tocó las narices el día anterior. Pero bueno, lo importante es que nos dejó aparcar y pudimos recorrer a pie todo el centro histórico de Dinan. El nombre de Dinan es el resultado de la contracción de dos palabras celtas «Dunos» y «Ahba»: la colina de Ahna, dios de los vivos y de los muertos. Su origen data del año 850, cuando Nominoe, primer rey bretón, al pie de una colina y a orillas del río Rance, instaló a unos monjes. Lo mejor es recorrer sus calles, ver sus casas de madera, respirar el ambiente medieval de sus tiendas y casas, ver el Castillo, la catedral y las 14 torres de defensa que circunvalan las murallas de 14 kilómetros.
La Plaza des Cordeliers es impresionante, y la principal calle, la Rue de Jerzual, es una de las calles más empinadas y con un gran número de casas de madera del siglo XV. Es una ciudad muy visitada, llena de turistas y las tiendas de recuerdos están a rebosar. Para comprar las típicas galletas y caramelos salados, típicos de Bretaña, es un lugar perfecto. Y si de gasta dinero se trata, en Dinan se pueden comprar todo tipo de objetos de decoración celtas, que por algo estamos en Bretaña, sidra de manzana, crepes, galletas y dulces, ropa marinera, etc. Así salimos nosotras de Dinan, con la Visa quemada y la cámara caliente de tanta foto. Desde Dinan bajamos hacia el Sur, hacia la que dicen es la “puerta del mar hacia Bretaña”, la ciudad de Vannes. Otra vez el mar, y otra vez el olor a brisa marina que tanto me gusta. Nuestro pic-nic lo montamos en el puerto velero de Vannes que es casi como un “brazo del mar” que entra en la tierra.
También merece la pena recorrer su centro histórico y ver sus murallas, sus 3 puertas de entrada, la catedral de Saint-Pierre y sus calles estrechas y casas entramadas que recuerdan mucho a la ciudad de Dinan que acabábamos de ver. Yo había visitado Vannes en el viaje anterior, y tenía un buen recuerdo, pero esta vez no pudo ser, por falta de tiempo. Muchas cosas queríamos ver antes de que se hiciera de noche. Siguiendo la costa hacia la izquierda, desde Vannes, llegamos al Golfo de Morbihan, que en Bretón quiere decir pequeño mar. En realidad es como un estuario, resguardado del Océano Atlántico con muchas islas e islotes, a los que se puede ir en barco.
Nos quedamos con las ganas de hacer un paseo en barco y lo dejamos como asignatura pendiente para nuestro próximo viaje, dedicado exclusivamente a la Bretaña Francesa. Volvimos sobre nuestros pasos, y retomamos desde Vannes la dirección hacia el interior, hacia Nantes. Sin llegar otra vez a Nantes, nuestro camino seguía hacia La Rochelle, más al sur. Tan al sur que yo pensaba que nos quedarían unos 100 km y a las 8 de la tarde, vimos un cartel en el que se anunciaba La Rochelle a más de 200 km!!!. Me dio un soponcio pero no llegó el pánico, aún teníamos tiempo de ver dos lugares más: Guerande y la playa más larga de Europa: la Baule (6 km). Para los amantes de la mantequilla con sal, Guerande seguro que les suena. Es un pequeño pueblo medieval y amurallado, como Dinan, muy turístico y con mucho encanto.
Está rodeado además de salinas y criaderos de ostras. La playa de la Baule, como decía, está muy cerca y merece la pena verla. Es realmente larga, larguísima. Y aunque el tiempo por estas latitudes no invita al baño, sí que vimos a gente bañándose con trajes de neopreno. ¡¡A saber a cuántos grados estaba el agua!!!! Muy fría sin duda, y vista desde las alturas del gran Puente de Saint Nazaire que nos tocó cruzar, más fría todavía!!!! Llegaba el “momento tensión” del viaje. Impresionante, enorme, magnífico y grandioso el puente más largo de Francia. De lejos y conforme te vas acercando parece una gran serpiente que colea sobre el mar.
Tiene 60 metros de altura y 720 metros de longitud. Empezamos a gritar como si entráramos en una gran montaña rusa, fue genial el momento, aún hoy me estoy acordando de la sensación de vértigo que tuvimos. ¡Puritita adrenalina!! Cayó la noche y paramos a cenar en la carretera. Ingenuas de nosotras, nos salimos de la carretera general para encontrar un bar o un restaurante en algún pueblo, donde cenar. Ni un alma, como si la peste hubiese arrasado todo lo que se le ponía por delante. Por no encontrar, no vimos ni una casa iluminada. Así que al final, volvimos a la civilización y claudicamos frente a un Mac Donalds. No era la cena de nuestra vida, pero por lo menos llegamos a la Rochelle a medianoche sin comernos las unas a las otras.
VIERNES 24: desde La Rochelle hasta Burdeos
Tan bonita como siempre. La Rochelle es otro de los lugares de Francia a no perderse. Desayunamos un café con “croissants” y fuimos hasta el viejo puerto, levantado bajo el reinado de Leonor de Aquitania.
Allí destacan las dos torres que abren la ciudad al mar. Se nota a primera vista que es una ciudad rica, y con un pasado muy turbulento, y plegado de hazañas históricas. Entre los edificios sobresalientes de la ciudad -aparte de las casas de arquitectura tradicional y edificios nobles de piedra- está el Palacio de Justicia, el edificio la Maison Henri II, construido en el siglo XVI, en estilo renacentista y el hôtel de la Bourse del siglo XVIII donde está actualmente la Cámara de Comercio y el Tribunal de Comercio. Con tiempo, es una ciudad para quedarse un par de días, y disfrutarla. Además, se puede ir desde su puerto en barco hasta la Isla de Ré, que por su tamaño es la segunda más grande de Francia.
Salimos de La Rochelle con destino a Burdeos, y en el camino paramos en Saintes, otra ciudad pequeña y muy agradable. A orillas del río, Saintes, cuenta con una catedral de techado interior de madera impresionante, en honor a Saint Pierre, con un anfiteatro galo-romano, unas termas, y un centro peatonal cargado de historia. Un buen sitio para parar, para descansar y comer al borde del agua. Teníamos que estar preparadas para el encuentro con mi «segunda patria». En los alrededores al salir de Saintes, empezamos a ver, los campos inmensos de viñedos que nos anunciaban la cercanía de la capital mundial del vino: Bordeaux.
¿Qué puedo decir y contar de mi segunda ciudad?. No seré objetiva, si digo que es de lo mejorcito de Francia, pero sí que puedo decir que “me la han cambiado” , que el centro lo han hecho peatonal, y que si ya era una ciudad hermosa, ahora ya es el “rien ne va plus”!!!. Cuando llegamos el tráfico que iba en dirección a París era colosal.
La entrada a Burdeos fue costosa pero al final conseguimos aparcar en un parking nuevo, en el mismísimo centro, al lado del Gran teatro. Es increíble lo que ha cambiado y lo bonito que han dejado todo el centro. La Rue Sainte Catherine, la plaza de la Bolsa a orillas del río Garona, el barrio Saint Michel, La Plaza des Quinquonces con su gran fuente de figuras de bronce, La plaza Gambetta, la catedral, también restaurada. Les hice a mis chicas una visita guiada por la “gran capital burguesa” y, la verdad, es que quedaron encantadas. Pija, snob, todo tipo de calificativos han vertido sobre Burdeos, pero qué le vamos a hacer… Ahora, para más inri, su centro peatonal, ha sido declarado “patrimonio mundial de la UNESCO”, y si ya tenían motivos de orgullo sus habitantes, ahora ya pueden rizar el rizo!!!. Pero, sigo sin ser objetiva, no puedo serlo, es cuestión de sangre. Cuando acabó la “turné” fuimos a casa de mi tía y allí cenamos un suculento “poulet” asado. ¿De postre? Lo mejor: una visita nocturna por el Burdeos “by night”.
Desde la otra orilla del Garona, las vistas nocturnas sobre Burdeos son impresionantes. Lo único que nos amargó la noche, fue ver unas sombras sospechosas navegando por el río en forma de “ratas” gigantes. Con los reflejos de la luna casi llegamos a ver a los monstruos, y antes de que nos diera un ataque de histeria, nos fuimos corriendo a la ciudad en busca de una terracita para tomarnos un merecido “capuchino”. Lo conseguimos, también a orillas del río pero en un garito muy fashion y muy pijo, al que ni un mal bicho hubiera optado por acercarse. Son las cosas del directo.
Sábado 25: Bahía de Arcachon
Por fin!! Por fin nos levantamos con 30 grados de temperatura y con ganas de tostarnos al sol. La mejor manera de acabar nuestro Tour de Francia, era hacer una excursión a la ciudad turística de Arcachon y su bahía. Después de desayunar unos croissanes calentitos y recién sacados del horno de la pastelería del barrio, ma chère tatie fue nuestra cicerone particular durante todo el día. Pleno verano, y un sábado… las probabilidades de encontrarnos con colas kilométricas en el camino eran más que probables.
Los Bordeleses suelen acudir en manadas a la costa, especialmente los fines de semana, pero tuvimos suerte, los atascos no fueron monumentales. La primera parada fue frente a la “Dune du Pyla”, la duna más grande de Europa (ya sé que esto de los récords, es bastante patético) pero hay que contarlo no? Cuando era pequeña no había escaleras para subir, había que subir a pulso, resbalándose en la arena, y bajando a trompicones. A mis casi 40 años, la posibilidad de subir hasta arriba sin ayuda de escalones era casi un castigo, una pesadilla. Pero como Dios es justo y misericordioso, resulta que sí, que hay escaleras, y aunque a la cima, se llega con la lengua fuera, merece la pena el esfuerzo, las vistas desde arriba, por un lado al Atlántico y por otro, a los bosques de pinares, son un premio a la subida y a la edad que no perdona.
Y para seguir disfrutando de Archachon, fuimos a coger un barco para cruzar la bahía hasta el “cap ferret”. Comimos en un restaurante frente al embarcadero y cruzamos en barco hasta el otro lado. Mientras, mi tía rodeaba la bahía con el coche para ir a recogernos a nuestra llegada. El tránsito no es muy largo, apenas 15 minutos, pero lo suficiente para disfrutar del paisaje y de una dosis de brisa marina. Ya en tierra y con el coche, nos acercamos hasta un lugar muy mágico, se la conoce como “la pointe”, la punta. Es como llegar al fin del mundo, a una luz cegadora y a un mar que se confunde con islas de arena. Fue otro de esos momentos “sin palabras”, de miradas perdidas en el horizonte, de pensamientos íntimos confundidos con la grandeza de la naturaleza. Mar infinito, olas salvajes y mucha gente cabalgando sobre las olas con sus tablas de surf, esto es lo que nos encontramos al llegar a Lacanau Ocean, donde habíamos quedado con mis primos y mi tío, para cenar en su casa. Dicen los entendidos en la materia que estas playas salvajes no tienen nada que envidiar a las de Tarifa o Mundaka.
Y mientras comprobamos si era cierto o no, nos dejamos tentar por una cerveza fresca y por los cuerpos “danone” que circulaban por la zona. Atrás quedaban los fríos norteños y la lluvia anticipada, ya llegaría el otoño cuando tuviese que llegar…. Y así acababa nuestro gran viaje por la France, cenando en familia, echando unas risas y recordando todos los sitios que habíamos visto en 10 días. Al día siguiente nos quedaban 8 horas de coche y tampoco era cuestión de prolongar mucho la noche. Aunque no fue por falta de ganas. Hacía tiempo que no veía a mi familia y me gustó mucho el reencuentro.
Domingo 26: despedida y cierre
Salimos el domingo a las 10 de la mañana y 5 horas más tarde, llegamos a la frontera de la junquera. El plan inicial era parar en Toulouse a medio camino, pero con más de 4000 kilómetros, entre pecho y espalda, lo que queríamos era llegar lo antes posible a casa. Tuvimos suerte de que no padecer ninguna retención. Después de parar en una estación de servicio, tras pasar Gerona, y de encontrarnos con una amiga, seguimos ruta sin salir de la autopista y a las 7 de la tarde, más o menos, llegamos a casa, a Castellón. Así acabó nuestro particular «Tour de France», con aventuras, con muchas imágenes, muchos recuerdos en la mente y con ganas de organizar el siguiente, ¿dónde? ya veremos.. pero seguro que repetimos las 3 ¿verdad chicas?
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