Alma rusa: Moscú & San Petersburgo


Del 13 al 20 de abril 2008
Si hubiese empezado a escribir este diario, nada más llegar de Rusia, el texto hubiese sido bien parco: un país para no volver. Pero con la perspectiva del tiempo pasado, y con la mente más clara, tengo que reconocer que no me puedo dejar vencer por los primeros arrebatos. Es una tierra dura, muy dura, con gentes que no conocen la sonrisa pero, al mismo tiempo, Rusia, es un reto para el viajero, un país con “alma propia”, tal y como me dijo la guía excepcional que afortunadamente tuvimos en Moscú. ¡Spasiva Olga!

Si empezamos por los requisitos para entrar en el país, la “cosa” se pone fea y difícil desde el principio. No basta con el visado, además de éste, exigen una carta de invitación de la persona o empresa que te aloje. Visado, carta de invitación y seguro médico. O lo que es lo mismo, trabas y más trabas para organizar un viaje por libre. Al final, me rendí y contraté los servicios de una agencia de viajes. Los vuelos no son excesivamente caros si se reservan con antelación. Desde Barcelona, a Moscú, vía Zurich, con Swiss air, se puede conseguir un ida y vuelta por 225 euros. El visado cuesta unos 90 euros por persona, y sólo lo conceden por las fechas precisas y justificadas por el hotel donde se vaya a pernoctar, que a su vez, tendrá que remitir una carta de invitación a la embajada rusa. ¿Dan ganas de ir verdad?

Una vez conseguidos todos los documentos, el aterrizaje en Moscú y el paso por las aduanas fue menos “traumático” de lo que pensaba. No hubo preguntas, y a pesar del primer contacto frío, casi helado, con los funcionarios rusos, entramos sin mayor problema. Eso sí, un dato a tener en cuenta: antes de aterrizar, en el avión te dan una especie de tarjetita blanca, donde tienes que poner tus datos y conservarla durante toda la estancia, porque en el dorso, se acuñan los sellos de los hoteles o lugares donde te hayas quedado durante la estancia permitida en el visado. Esa tarjetita es un documento a no perder, pues te lo pueden pedir en cualquier momento. Hay 5 aeropuertos civiles en Moscú, y el de Domodedovo Internacional cuenta con unas instalaciones “a la última”. Para recuperar las maletas, no tuvimos que esperar ni 5 minutos. Una vez en el hall de entrada, nos recibió el chofer contratado previamente y a “1000 kilómetros” por hora nos llevó hasta el hotel Cosmos.

En el trayecto desde el aeropuerto hasta el hotel, comprobamos en vivo y en directo lo agobiante, terrible y desesperante que puede llegar a ser el tráfico en Moscú. La gente conduce por los arcenes, sin respetar las señales, colándose por cualquier hueco y a 1000 por hora. Un auténtico suplicio. Dicen que dentro de unos años ya no se podrá conducir por Moscú, y desde luego, creo que el de taxista en esta ciudad es el peor de los trabajos. Yo intentaba no mirar al frente para no sufrir un infarto agudo, y procuré distraerme viendo las “viviendas-colmena”, de estética comunista que rodean la capital de Rusia. Antes de llegar a las barriadas tristes y “grises”, también pude ver algunas Dachas (casas de campo), a donde suelen huir los moscovitas para pasar el fin de semana y las vacaciones, y alguna iglesia ortodoxa con sus cúpulas de “cebolla” centelleantes, que daban la nota de color a tanto gris.

Se puede decir que la primera impresión de Moscú no fue de lo más acogedora. Cuando por fin llegamos al macro hotel Cosmos, después de pasar casi dos horas en el taxi, el impacto visual ya fue de órdago a la rusa!. Se construyó, a finales de los años 70, para las Olimpiadas de 1980 (sí, sí las del Osito Misha), y es una mole de casi 2000 habitaciones. La entrada la preside una estatua del General Degaulle, ya que parece ser que los hoteleros que lo construyeron eran franceses. Dicen las guías que fue renovado no hace mucho tiempo, y cuando accedes a la recepción, que parece un hall de aeropuerto, con gente pululando por todas partes, te empiezas a preguntar dónde y de qué forma se hicieron las restauraciones.

En la planta baja están los “putis”, unos “antros de perdición” que ni con la guardia pretoriana de Putin, entraría yo allí. A continuación en la recepción, las “simpáticas y agradables” señoritas que atienden al personal, te reciben con un levantamiento de ceja proporcional al lapso de tiempo que tú aguantes sin decirles nada, esperando a que te atiendan. ¡Guerra fría!, qué ganas tenía de sentirla en mi piel….
Mientras ya por fin se dignan a darte la tarjeta de la habitación (4 estrellas, según reza la publicidad), intentas hacer virguerías para poder acceder a uno de los 4 ascensores, entre el gentío, las maletas rodantes de lo japoneses que se multiplican y las máquinas tragaperras que no dejan de sonar en el casino que se encuentra también en la entrada del monstruo -hotel.

Una odisea. Llegamos a nuestra planta, la 21, y recorremos un pasillo con moqueta de cuando el “osito Misha” era sólo un germen. Ya no sólo echa para atrás el diseño de la moquetita, el olor a ácaros fosilizados, derrumba a las pituitarias más sufridas. Por un momento, pensé que todo era un juego de obstáculos y pruebas, y que nos estaban filmando desde la Casa Blanca o desde el Pentágono. El “momento” entrada a la habitación doble, acompañados por el botones “sacarinov” , ya nos dejó un poco más tranquilos, porque lujo, lo que se dice lujo, brillaba por su ausencia, pero vistos los precios de los hoteles, en la ciudad que ahora mismo es la más cara del mundo, pagar 180 euros por una noche era una “bicoca”! . Aunque eso sí, espero encontrar algo mejor, si algún día tengo que volver a Moscú…www.moscow-hotels-russia.com/span/savoy-price.htm

Corrí las cortinas e hice lo primero que hago siempre al llegar a una habitación de hotel: contemplar las vistas. Desde las alturas de un piso 21, las vistas eran bastante espectaculares, porque además, el Cosmos se ubica frente al monumento dedicado los astronautas, a la famosa Torre de TV de Ostankino, y frente al antiguo Parque ferial de la ciudad, por donde merece la pena dar una vuelta para ver ejemplos de hasta donde puede llegar el gusto ruso por lo más rococó y extravagante que una mente pueda imaginar.

Antes de pasear por este Parque, salimos a cenar y buscamos un restaurante cercano, para no mojarnos bajo el diluvio que se originó justo en ese momento. Encontramos el lugar enseguida. Un restaurante cuyo decorador habrá sido deportado a Siberia, seguro, a juzgar por el estilo indescriptible y casi insultante del local. Moqueta roja hasta en el techo, sillones aterciopelados del estilo “Rivadulla, la decisión es tuya”, y una pantalla gigante de plasma que coronaba las cabezas del dúo que cantaba canciones de amor ruso a los allí presentes. Todo un espectáculo y un “comienzo” ad-hoc de nuestra aventura rusa. Lo mejor no fue la comida, que consistió en una especie de Kebbab normalito con ensalada, sino el espectáculo que dieron los comensales de la mesa de al lado, con las botellas de vodka que no cabían ya en la superficie de la taula. Eran 4, un hombre barrigudo y cincuentón, junto a tres mujeres a las que sacaba a bailar por turnos, sobándolas de arriba abajo.

En un momento dado, como se le acumulaba el “trabajo” se dirigió a una mesa, donde estaban reunidos un grupo de musculosos, con cara de pocos amigos. Parecía la reunión de un grupo de mafiosos, organizando un golpe para esa misma noche. Con lo cual, cuando llegó el espontáneo a pedirles ayuda para que bailaran con “sus chicas”, la respuesta del grupo de las mandíbulas batientes fue rotunda, y sin palabras, con una mirada conjunta fue suficiente: ¡piérdete!. El hombre volvió a bailar, pegando botes por el pasillo, y el vodka siguió corriendo nuestra despedida en un “pies para que os quiero”! La primera toma de contacto con Rusia, había sido impactante, y antes de ir a la habitación dimos una vuelta por el Parque Ferial que se encuentra como decía, justo en frente del Hotel Cosmos, que a esas horas de la noche brillaba con luz propia. Cientos de luces de neón recorrían su fachada como si fuese una nave espacial. Por un momento nos recordó a los hoteles de Las Vegas, pero eso sí, con estética soviet.

En nuestro paseo, pese al frío, pudimos ver a varios grupos de jóvenes haciendo “botellón”, mientras la estatua del Omnipresente Lenin les vigilaba en la sombra. El paseo nos vino bien, a pesar de la fuente de figuras barrocas en oro, que casi nos deja ciegos. Definitivamente estábamos en un país de extremos: grandiosidad, volumen, brillos y estridencias. El todo vale si se hace ver, si no, no existe!

Moscú al completo
Si para acceder al país hay que tramitar el visado y justificar cada paso que das, para moverse por Moscú en metro hay que armarse de paciencia e implorar a todos los santos. En alfabeto cirílico, sin traducción al alfabeto latino y con las paradas indicadas en la pared contraria a la salida del vagón. ¿Puede alguien imaginarse la pesadilla? Hay que vivirlo para creerlo, cualquier coincidencia con la realidad es pura casualidad.

Pero, antes de la aventura del metro, tuvimos que sortear y hacer malabarismos para alcanzar el buffet libre del desayuno, entre decenas de huéspedes que como nosotros estaban alojados en el macro hotel. Al igual que la recepción del Cosmos, que parecía el hall de un aeropuerto, el comedor, la “sala Kalinka”, era también enorme, con sus cuadros de colores estridentes, los hules de plástico y sillas estilo “tirolés”, a la medida rusa y con unos camareros imberbes que te quitaban el plato a la mínima de cambio, con esa “simpatía” tan innata y tan “escondida”. Lo importante era recargar energías y salir a la calle dispuestos a patearnos Moscú de cabo a rabo.

Primera prueba de fuego: llegar al centro, a la plaza roja Moscovita en metro. Una odisea de esas que uno no olvida nunca. Para empezar, nos encontramos con una cola enorme de gente frente a la taquilla, regentada por una gran “Matruska” con cara, una vez más, de pocos amigos. Cuando llegó nuestro turno, yo le pregunté cuánto valía el ticket, y la señora no decía, nada, no gesticulaba ni un ápice. Quería la pasta ante todo, y no iba a mover un dedo si no le soltaba antes el billete. Me costó un poco entender la mecánica, eso de pagar sin saber lo que vale algo, pero bueno, vistos el semblante y el gesto de la señora, pocas bromas me dije, suelta la gallina y calla. Ya con los billetes en la mano (un trayecto cuesta 18 rublos, unos 50 céntimos de euro), bajamos a las profundidades del metro, un metro que además de ser de los más profundos del planeta (el que más es el de San Petersburgo a 90 metros bajo tierra) tiene fama mundial por su belleza. Algunas estaciones del centro de Moscú, parecen auténticas salas de museo. (ver fotos).

Entre trajes grises y caras de “ir a trabajar”, empezó nuestra “bautizo en el metro ruso”. Al tercer viaje ya se le coge el “tranquillo” pero al principio es como jugar a las adivinanzas y resulta incluso divertido. La cara de guiris se nos notaba a distancia, y un señor con pinta extraña se acercó a ayudarnos. Le faltaba un hervor y más de una ducha, pero nos dejamos aconsejar y nos guió hasta el andén que nos llevaría directamente a la mismísima Plaza roja, a cambio de unos cuantos rublos. La parada más cercana a la Plaza del Kremlin es la “Ojotni RIAD”, en la línea roja. Nada más salir del metro, nos encontramos con la plaza del kilómetro cero de Rusia, conocida como “Manège”, con las murallas de ladrillo rojo, del famosísimo Kremlin y con un edificio neoclásico de color blanco que alberga la Biblioteca Lenina. La sensación es grande cuando se ve por primera vez el tamaño y la inmensidad del Kremlin.

Por un momento dudamos de si empezar por la visita a la famosísima Plaza roja, que también se encuentra muy cerca o meternos directamente en el Kremlin. Elegimos la segunda opción por cuestión de tiempo. Hace falta varias horas para recorrer y ver todas las “joyas” que incluye el recinto más acorazado del mundo. Hasta un total de 20 torres, y más de 2 km de murallas custodian el Kremlin, aunque sólo se puede acceder al interior por dos de las torres. La entrada principal por la Torre Trinidad es inconfundible. Hay varios tipos de entrada, según lo que se quiera ver, la completa que incluye la visita a la armería y a las catedrales cuesta 650 rublos (unos 18 euros). No todos los edificios que están intramuros se pueden visitar. (En la antigüedad la palabra «kreml» se usaba para denominar la parte amurallada en el centro de una ciudad).

Por ejemplo, está prohibido, ni tan sin quiera acercarse a los edificios oficiales. Si por un descuido te bajas de la acera al adoquinado por donde pasan a toda pastilla, los coches oficiales con sus cristales blindados y ahumados, al segundo ya te está increpando el guardia de turno, que por haber, haber…. hay unos cuantos. La sensación es como si de repente entraras en otra galaxia, o en una película de James Bond con los miembros del KGB pisándote los talones. Allí se concentran, al lado de la entrada: El Senado, la “Casa Blanca”, antiguo Palacio de la Presidencia del Soviet Supremo, y el Palacio de Congresos, de estética “setentera” con un aforo de 6000 y el Gran Palacio del Kremlin levantado por el Zar Nicolás I a mediados del siglo XIX.

Junto a los edificios digamos oficiales, sí que se puede visitar el conjunto de las catedrales ortodoxas y la Armería. Durante el siglo XIV, fueron construidas las catedrales Uspenski (de la Asunción), Blagoveschenski (de la Anunciación), y la Arjánsueiski (del Arcángel San Miguel), formando la Plaza Sobornaya (de las Catedrales). Esta plaza no tiene pérdida, junto a la gran campana, se ubica uno de los lugares bellos del planeta tierra. No sólo por la paz que se respira y la belleza del conjunto de las catedrales, cuando se entra en cada una de las catedrales, la visión de toda la riqueza iconográfica que existe no se puede describir con palabras, hay que verlo para creerlo. Entre las “joyas”, destaca la Catedral de la Asunción, donde eran coronados los zares de Rusia. Ya antes de entrar en ella, nos quedamos boquiabiertos con su fachada lateral, coronada por unos iconos enormes dedicados a la Virgen. (ver fotos). Es sólo la antesala, porque en el interior se encuentran dos de los iconos más valiosos del mundo: el icono dedicado a la Virgen de San Vladimir del siglo XI, y el icono en honor a San Jorge, que es el más antiguo de toda la iconografía rusa, según dicen.

Mires por donde mires, los iconos te envuelven y te trasladan a otras épocas muy anteriores al comunismo. El pueblo ruso es muy devoto, y durante toda nuestra estancia en Rusia, no paramos de ver, sobre todo, a mujeres de todas las edades, venerando a los distintos santos y vírgenes de miradas penetrantes.

De la paz de la plaza de las catedrales, después de entrar en prácticamente todos los templos, menos en el de la Anunciación que estaba en obras, pasamos a otro de los puntos de interés del Kremlin, incluido en la visita: la armería. Pasamos de ver arte religioso a un viaje por el túnel del tiempo. La Armería del Kremlin fue creada en 1508 como el arsenal real. Hasta el traslado de la corte a San Petersburgo, la armería estuvo a cargo de la producción, compra y almacenamiento de armas, joyas y diversos artículos de hogar pertenecientes a los zares. Por eso, en este museo de la historia rusa, se pueden ver desde carruajes de época, hasta tronos, joyas y ropajes. Entre los objetos más destacados se encuentran la Corona Imperial de Rusia, el gorro de Monómaco, el trono de marfil de Iván el Terrible y otros majestuosos tronos y objetos de la realeza; el diamante Orlov; el casco de Yároslav II; los sables de Kuzma Minin y Dmitri Pozharski; el collar del siglo XII de Ryazan; cuberterías de oro y plata; artículos decorados con esmaltes, y grabados; bordados con oro y perlas; carruajes imperiales, armas, armaduras y una de las mayores colecciones de huevos de Fabergé del mundo. http://es.wikipedia.org/wiki/Armer%C3%ADa_del_Kremlin

Una de las cosas que más nos llamó la atención, fue la atención que prestaban los niños rusos a sus profesores. Ni siquiera se dieron cuenta cuando unos “turistas” no dejaban de observarles atónitos, pensando en cómo actuarían los “monstruitos” de aquel país remoto llamado España. La visita duró un par de horas y decidimos salir al exterior para tomar el aire y seguir nuestra ruta por la capital rusa. Salimos del Kremlin por la misma puerta por la que habíamos entrado, y nos dirigimos a la Plaza Roja, que se encuentra a pocos minutos, siguiendo la muralla. En el camino, y a pie de muralla vimos a varios grupos haciendo fotografías a otro símbolo moscovita: la tumba del soldado desconocido, reconocible a simple vista por su llama eterna. El 8 de mayo de 1967 se inauguró la escultura de bronce. Se trata de un casco de soldado y una rama de laurel que descansan sobre una bandera. El fuego de su llama eterna fue traído de San Petersburgo, del Campo de Marte. La llama sale de una estrella y hace que resplandezca la inscripción: “Tu nombre es desconocido, tu hazaña es inmortal”.

Sólo nos quedaba ver a un par de rusos bailando en cuclillas para tener el “pack” completo. Y eso que nuestro diario viajero no había hecho más que empezar a escribirse. En cuestión de horas estábamos viendo las imágenes que tantas y tantas veces habíamos imaginado del Moscú más emblemático.: metro, soldados, Kremlin, iconos y ahora nos quedaba a “tiro de piedra” una de las plazas más famosas del mundo: la mil y una veces nombrada, Plaza Roja. Como suele ocurrir en estos casos, la realidad no superaba lo que tantas veces había imaginado en mi mente. Sí que es una plaza grande e imponente, pero no sé, yo me la había imaginado grandiosa, barroca e inquietante, del tamaño igual o superior a la plaza del zócalo de la capital mejicana. Y bueno, es grande no lo voy a negar, pero desde mi punto de vista, queda eclipsada por la presencia del Kremlin a un lado y por la Catedral de San Basilio al fondo.

Eso sí, nadie puede negar que nuestra entrada en la plaza roja fue triunfal. Sonaban los cantos ortodoxos a todo volumen, desde una tienda, que hacía esquina, y al cerrar los ojos, me convertí de repente en una Ana Karenina cualquiera cruzando la plaza con Miguel Strogoff al lado… La plaza mide 695 metros de longitud y 130 metros de ancho. Quizás, uno se da más cuenta de su gran tamaño cuando se sitúa en medio, mirando a un lado la fachada barroca de los almacenes Gum y al otro lado el austero, triste, y casi tétrico Mausoleo de Lenin. Dicen las malas lenguas que al cuerpo embalsamado del héroe de la revolución Bolchevique, le quedan pocos días de permanencia en la Plaza Roja. Hay opiniones para todos los gustos: los comunistas más acérrimos (de los que aún quedan muchos, que no están nada contentos con los resultados de la Perestroika) se niegan en rotundo, y otros como en su día lo fue Yeltsin, sí que están a favor de enterrar a Lenin y olvidar aquellos años rojos. Lo que está claro, hoy por hoy, es que el mausoleo está abierto únicamente entre las 10 y las 13.00 horas, los martes, miércoles, jueves y sábados, y que está terminantemente prohibido hacer fotografías o grabar vídeos. http://es.wikipedia.org/wiki/Mausoleo_de_Lenin

Justo en frente del mausoleo, un edificio antagónico, los almacenes GUM , un templo “maldito” del capitalismo. En estos almacenes, dicen las malas lenguas que las tarjetas de crédito de las amantes de los nuevos ricos rusos arden, echan humo. Entramos para verlos por dentro, y sólo por ver el interior, merece la pena. Los precios de las tiendas exclusivas dan miedo, pero el espectáculo de ver a auténticas modelos rusas paseando con sus mega bolsos y sus taconazos de vértigo, dan para un buen rato.  El sueldo medio ruso está por debajo de los 200 euros, y muchas familias tienen que hacer milagros para llegar a fin de mes. A estas tiendas sólo se acercan los nuevos ricos y sus amigas porque el resto de la población ni lo sueña. Aunque eso sí, el gusto por las marcas más caras es tal, que muchas chicas ahorran durante meses para comprarse un bolso de Gucci o de Prada.
Ay!!!!Si el vecino embalsamado de enfrente levantara la cabeza…….

En la misma plaza donde conviven los símbolos del capitalismo y el comunismo, se encuentra también el edificio más fotografiado de Moscú, la catedral de San Basilio. Como todo en la vida, “para gustos los colores”… A mí personalmente me parece un “pastiche” policromado, y bastante deteriorado en su interior. Me esperaba otra cosa. Pero bueno, también tengo que reconocer que a primera vista impacta, y que no todos los días se está delante de uno de los edificios más famosos del mundo. Fue construida bajo el mandato del Zar Iván el terrible, entre 1555 y 1561, y según cuenta la leyenda, el Zar dejó ciego al arquitecto Póstnik Yákovlev para evitar que proyectara una construcción que pudiera superar a esta. (ver fotos) En todo caso, como decía, se puede entrar en el interior, previo pago, y visitar las diferentes capillas de la catedral, coronadas por las famosas cúpulas de colores con forma de cebolla. Cuando nosotros entramos en la catedral, tuvimos la suerte de coincidir con un coro de cantos ortodoxos y pudimos descansar y relajarnos un rato, después de la intensa visita del Kremlin.

Con las pilas recargadas, salimos de San Basilio, dispuestos a seguir nuestra ruta, pero antes, justo enfrente de San Basilio, vimos desde el mejor ángulo, otro edificio inolvidable de la Plaza Roja, también del mismo color: el Museo Nacional de Historia.

Nos costó salir de la famosa plaza, pero enseguida pensamos que volveríamos otras veces, antes de salir del país. Volvimos a las calles moscovitas y nos adentramos por la ciudad antigua “Kitai Gorod” que se encuentra detrás de los almacenes Gum. Kitai Gorod, quiere decir literalmente “Ciudad de los chinos”, aunque supongo que tendrá más relación con la versión que procede del antiguo ruso, cuya palabra “Kitá”, quiere decir atado de pértigas, usadas para la construcción de fortificaciones.

En esta parte de la ciudad se pueden visitar varios lugares de interés turístico. En el siglo XIV esta zona fue habitada por comerciantes y maestros, y en 1812 cuando Moscú fue invadida por las tropas francesas, Kitai Gorod resultó totalmente calcinada. Todas las reconstrucciones de edificios se hicieron de piedra y a finales del siglo XIX, esta parte de la ciudad, se convirtió en centro de negocios, con la ubicación de numerosos bancos, cámaras de comercio y centros de cambio de moneda.

Mientras íbamos recorriendo este barrio, nos paramos con curiosidad, frente al edificio de la bolsa, porque en un momento dado, nos vimos rodeados de un montón de coches de policía y coches “secretas” con los cristales ahumados y sirenas en movimiento. No teníamos ni idea de lo que estaba pasando. Hombres “entrajetados” entraban en un edificio rodeados de guardaespaldas y algunos iban acompañados de señoras enjoyadas y pintadas como puertas. Por la noche en el hotel ya nos enteramos de que iba el asunto. Sin saberlo habíamos estado muy cerca de Vladimir Putin, porque en esos momentos de tanta agitación se estaba celebrando el congreso nacional de su partido, “Rusia Unida”. En fin, ya hubiese sido lo más, encontrarnos cara a cara con el gesto agriado de Putin!!!

Después del tumulto y del “momento agitación”, seguimos nuestra ruta y en vez de dirigirnos hacia la zona del famoso Teatro Bolshoi que en estos momentos está en plena restauración, decidimos volver a la plaza roja, y bordear las murallas del Kremlin por el río. Antes de llegar de nuevo a la plaza roja, vimos una explanada enorme con un edificio derruido en su mitad. Se trata de los restos que quedan del “mastondóntico” hotel Rossía, de estética comunista, en el que se alojaban los delegados a los congresos del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética). Cuando aún se mantenía en pie, este hotel era considerado como el más grande de Europa, con sus 4000 habitaciones, y un hotel maldito, con graves incendios en su historial, posiblemente como castigo a su origen, ya que fue construido sobre iglesias y edificaciones históricas arrasadas por las ansias de poder del megalómano Stalin.

Durante nuestra estancia tuvimos ocasión de ver algunos ejemplos de las ansias de mostrar al mundo su poder. Basta con fijarse en los conocidos como “7 cojones de Stalin”, 7 rascacielos enormes, repartidos por toda la ciudad en donde actualmente se albergan viviendas, oficinas y la sede de la Universidad de Moscú, el edificio más grande de los 7. Para ver éste último edificio majestuoso e impresionante, es mejor ir en coche o en metro y contemplar las mejores vistas de la ciudad, desde el mirador de los gorriones, que se encuentra justo en frente del edificio de la Universidad. Stalin fue el hombre “apisonadora”. Donde había edificios históricos, él demolía y mandaba construir avenidas de diez carriles, por donde se agolpa un caos circulatorio endemoniado, mientras los pobres transeúntes tienen que cruzar estas avenidas por debajo, por pasadizos subterráneos, como ratas que no ven el sol. En fin, una ciudad hecha a la medida de la soberbia de unos pocos, y en contra del común de los mortales….

De todos modos, este aspecto colosal de la ciudad Moscovita, de vez en cuando también ofrece sus sorpresas, en forma de pequeñas iglesias ortodoxas, museos casi escondidos y jardines espontáneos que surgen en el camino. Volviendo a nuestra ruta, que habíamos dejado en el punto de las murallas del Kremlin, hacia el río Moscova, nos vino bien alejarnos un poco del centro de Kitai Godoy, y acercarnos al río que da nombre a la ciudad. El tráfico seguía siendo muy denso pero desde la orilla de las murallas del Kremlin, se ven muchos edificios importantes de Moscú, que se ubican al otro lado del río como el inolvidable edificio del Hotel Ucrania, simplemente espectacular. Nos dejamos llevar por nuestra intuición, durante un buen rato caminando, y llegó la recompensa en forma de Catedral, la conocida como la Catedral de Cristo el Salvador. Se la considera como la principal de la ciudad y fue erigida en el mismo lugar donde en 1883 estaba ubicada con el mismo nombre. Según cuentan las crónicas, en tiempos del comunismo no quedó ni rastro de iglesias, sino una piscina para y por el pueblo. En 1994 desapareció la piscina, empezaron los trabajos de reconstrucción y en el 2000 resurgió el enorme Templo de Cristo Salvador, según el diseño original pero usando tecnologías modernas. Hoy es el centro de todos los eventos multitudinarios de la Iglesia Ortodoxa Rusa y además alberga congresos y actos culturales laicos.

Antes de entrar en la catedral, quisimos ver más de cerca la gran estatua, en honor a Pedro I el grande que aparece en el río, como si fuera un gran faro que alumbra la llegada a la capital rusa. No tiene pérdida, es una estatua enorme, gigante como un gran “Gulliver” que saluda a todo el que pasa por su lado al entrar a la capital por el río. Volvimos sobre nuestros pasos, y entramos, como decía en la Catedral del Salvador. Justo en ese momento se estaba celebrando una misa ortodoxa, y aunque estábamos cansados, nos quedamos disfrutando de los cantos litúrgicos y de los iconos que se encuentran en su interior. Así como en los templos ortodoxos rusos todo el mundo permanece de pie durante la ceremonia, me acordé de los templos griegos ortodoxos en los que sí había asientos para los feligreses. Supongo que será una cuestión de matices, nada más. En todo caso, eché de menos el poder sentarme y relajas las piernas que a esas horas del día me pedían tregua.

Con los cánticos ortodoxos y la imagen de las señoras ancianas agachándose hasta tocar con la frente el suelo, salimos de allí pensando lo mal que lo habrían pasado en tiempos comunistas, cuando la “Iglesia era el opio del pueblo” según Marx, siendo tan creyentes. Dicen que actualmente con Putin, el fervor religioso está cobrando cada vez más auge, y la Iglesia vuelve a ser uno de los brazos de poder más importantes.

Museos
Si alguien viaja a Moscú y no visita el Museo Pushkin y la galería Tretiakov, se puede decir que su viaje resultará incompleto. Yo no pude ir por motivos profesionales, pero sí que pudo hacerlo mi pareja y quedó encantado. Al salir de San Salvador, seguimos andando, y por casualidad encontramos la zona donde se ubica el Museo de Pushkin, en la calle Volkhonka, nº 12.El Museo cierra los lunes y su horario de apertura es de 10 a 19 horas. El museo fue inaugurado en 1912 bajo el nombre de Museo de Bellas Artes del Emperador Alejandro III. La colección del Pushkin incluye más de un millón de piezas, abarcando los periodos comprendidos entre la Antigüedad (Egipto, Grecia clásica y Roma Antigua) hasta piezas de gran valor de arte contemporáneo. Para hacerse una idea, de la importancia de este museo, dicen que ocupa el segundo lugar después del Museo Hermitage de San Petersburgo, uno de los museos más importantes del mundo.

Por supuesto que hay más museos en Moscú que los dos citados, pero se puede decir que el Pushkin junto con la galería Tretiakov son los más imprescindibles. La galería que toma el nombre de los hermanos Pavel y Sergey Tretyakov, unos ricos industriales rusos que dedicaron parte de su fortuna a comprar obras de arte ruso, alberga la mejor colección de iconos rusos, con más de 200 piezas y una de las colecciones de pintura rusa de los siglos XVIII y XIX más importante del mundo. Se encuentra en el nº 10 de la calle Lavrushinski lane, y al igual que el Pushkin, cierra los lunes, y el horario de apertura es de 10 a 19 horas.

Se puede decir que en Moscú el Kremlin y la plaza roja son los dos puntos de referencia, y todos los puntos de interés giran a su alrededor. Después de ver la entrada del Pushkin, llegamos a un edificio de grandes magnitudes, a la medida de la “gran rusia”. Se trata de la biblioteca Lenin, en la que según cuentan, hay 30 millones de libros. Supongo que se trata de un dato, con cifras para impresionar al personal, pero bueno, si tenemos en cuenta el tamaño monumental del edificio, hasta puede que sea verdad. Es inmensa por fuera y por dentro, no llegamos a verla, pero sólo con entrar al vestíbulo, uno ya se da cuenta de la magnitud del “bicho”.

Paso a paso y sin tregua, volvimos al punto de partida desde donde habíamos iniciado nuestra ruta por la mañana, unas 7 horas antes. Queríamos conocer el “otro lado de la ciudad”, la zona donde se encuentran entre otros puntos de interés: el teatro Bolshoi que está en obras actualmente, el antiguo edificio de la sede de la KGB, el hotel más caro y hermoso de la ciudad, el “Metropol” www.metropol-moscow.ru un monolito impresionante con el busto de Karl Marx, que se asoma muy cerca de la entrada principal de éste hotel y los almacenes Tsum, que compiten con los Gum de la Plaza Roja, en calidad y cantidad de productos ofertados.

Todos estos lugares están concentrados en una zona bastante reducida, y no podíamos acabar el día sin hacer el último esfuerzo para verlos. Esa noche, decidimos descansar y no salir por ahí a cenar, era físicamente imposible. La vuelta en metro, una vez más fue una aventura. Eso de descifrar las paradas escritas en cirílico es realmente de locos, pero siempre hay gente agradable que ayuda, y ésta vez, nos guió un chico joven hasta el mismo anden que nos correspondía. Al cirílico y a la profundidad de los metros de Moscú, se une la poca gente que habla inglés. Pero bueno, aún con todo, conseguimos llegar al hotel sin problemas. Para los amantes de los datos y estadísticas, decir que el metro moscovita o “palacio subterráneo” fue inaugurado en 1935 y ocupa el primer puesto del mundo en cantidad de pasajeros que transporta: a diario lo usan más de 9 millones de personas, con 165 estaciones y una longitud de 293 kilómetros. No hay que perderse una de las estaciones más bellas del mundo, la estación Kievskaya, con sus lámparas de cristal, sus mosaicos y el único retrato de Lenin que queda en la ciudad.

Más madera
En Moscú, existe una ciudad subterránea. Como comentaba antes, Stalin remodeló una capital directamente proporcional a sus ansias de poder y de soberbia. Por este motivo, las calles de hasta 10 carriles no tienen pasos de cebra, no tuvo en cuenta el hacer una ciudad a la medida del hombre, sino todo lo contrario. Por eso, existe una ciudad subterránea de pasillos, tiendas y rincones por los que pasan a diario miles de personas. Entre los cientos de rusos que pululan a diario, los hay que van realmente pasados de rosca de alcohol. Los pasos subterráneos sustituyen también a los bares, y vimos más de un “botellón” de chavales jóvenes “destilando” vodka y cerveza por los 4 costados.

Pero en el exterior también hay vida, y si no, que se lo pregunten a los nuevos ricos que se pasean por Moscú con total impunidad, haciendo gala de sus excesos y de su gusto “preocupante” por los altos brillos. Uno de los episodios más traumáticos, ocurrió cuando vimos en plena calle, una limusina de color rosa, de más de 6 metros de largo, con unos anillos gigantes de oro, colocados encima del techo. Ya quedaba atrás el estupor al ver esas botas de charol de colores espantosos, y tacones suicidas… lo de la “muselina” rosa, era ya el no va más. Pero bueno, tampoco es cuestión de quedarse con esta idea del “mal gusto” de los nuevos ricos rusos.

Afortunadamente en Moscú nos quedaba por ver otras “maravillas” que no atentaban contra el buen gusto, como el convento de Novodiévichi. Fundado por Basilio III en el año 1524 para conmemorar la toma de Smolensk a los lituanos, es uno de los monasterios más hermosos de los que rodean Moscú. Se puede ir en metro, parando en la estación de Sportivnaya y el desplazamiento merece la pena. Pasearse por los jardines, entre los diferentes templos, supone un respiro y un alivio, después de padecer el intenso y agobiante tráfico de la capital rusa. Rodeado por un enorme lago, el convento de las novicias, esconde un campanario barroco, el cuartel en el que Pedro El Grande recluyó a su hermana Sofía tras arrebatarle el trono, y la iglesia de la Transfiguración. En ésta entramos, ya que vimos a un gran número de mujeres, la mayoría con pañuelos en la cabeza, que pedían sus cirios en la entrada para luego prenderlos en el interior ante sus iconos. La atmósfera de fervor me recordó mucho a los templos de la India, donde la gente vive y muere por la religión. Qué fortuna tener tanta fé….

Ópera, compras y gastronomía
Con fe o sin ella no podíamos irnos de Moscú sin disfrutar de una noche de ópera. El famoso Bolshoy, como decía antes, está cerrado por obras, pero la oferta de teatros en Moscú es larga y variada. Los rusos son amantes de la ópera, y van a diario. Los precios son “asequibles” para la ciudad que hoy por hoy es la más cara del mundo y la oferta es variadísima. Al salir de trabajar no es raro verles entrar al teatro para disfrutar de una ópera, como nosotros vamos al cine.

Para las compras, a parte de los almacenes exclusivos y caros de los que he hablado antes, los turistas tenemos opciones más ajustadas a nuestros bolsillos en las tiendas de la calle comercial y peatonal de Arbat. Esta calle era el corazón de la bohemia moscovita del siglo XIX, y más tarde se convirtió en un barrio donde nacieron gran parte de las canciones protesta contra el régimen soviético. Hoy en día, como decía, es una calle donde se pueden comprar los típicos recuerdos de Moscú: las famosísimas “matruskas”, muñecas de madera de colores vivos que encajan una sobre la otra, los también famosos gorros de piel con enormes orejeras, vodka con todos los aromas imaginables, y reliquias históricas (más o menos falsas) de los tiempos del comunismo más genuino. No es que Moscú sea el paraíso de las compras, pero bueno siempre se encuentra algo para comprar de recuerdo.

Además de tiendas privadas, y las tiendas “estatales”, donde los precios son fijos y no se regatea, la calle Arbat es peatonal, y es una buena opción para comer o cenar en uno de los muchos locales que se encuentran allí ubicados. En la ciudad más cara del mundo, es posible ir a un restaurante que no sea el Mac Donnalds y no quemar la visa literalmente. Nosotros probamos, a lo largo de nuestra estancia en 3 cadenas que ofrecen gastronomía rusa a buen precio. La más famosa es la cadena cuyo símbolo es un gallo. Se llama “Yolki Palki” y bueno, no está mal, se puede comer gastronomía rusa, a la carta, o en self-service con un buffet bastante completo, de platos calientes y fríos. http://www.elki-palki.ru

A mí personalmente me gustó más la comida de otros restaurantes, uno de ellos pertenece a una cadena cuyo nombre lo dice todo “Taras Bulba”. El que conocimos se encuentra ubicado, muy cerca de otro restaurante famoso, que si mal lo recuerdo se llama “la mer”. Menos mal que no entramos en este último, porque además de sus precios con muchos ceros, dicen las malas o certeras lenguas, que allí los clientes no acuden solos, siempre van con guardaespaldas, porque los tiros entre mafias, van y vienen, de vez en cuando…

Los restaurantes “taras bulba” no tienen pérdida, haga frío o calor, siempre vigila la entrada un hombre vestido como cosaco ucraniano, con sus trenzas incluidas. La decoración en el interior, merece la pena: es como si de repente se entrara en una película de Doctor Zhivago o el camarero estuviera buscando aún hoy a Ana Karenina. Las raciones son pequeñas, pero contundentes. Para los amantes del ajo, no perderse los rollitos “pampushki”. Y para todos los gustos, las sopas de ruibarbo o de remolacha. Hacía tiempo que no probaba unas sopas tan ricas, por supuesto siempre, siempre acompañadas de un chupito de Vodka.

Por último, y antes de relatar la última etapa de nuestro viaje, con salto hasta San Petersburgo, otra cadena de restaurantes interesante en Moscú es la conocida como “Shesh Besh”. Son locales también ambientados, con un toque más bien turco o armenio. La comida se basa principalmente en la carne asada de cordero, pollo, cerdo, etc. Como un “kebbab” a la rusa, con precios muy asequibles y mucho ambiente.

Leningrado, Petrogrado, San Petersburgo
Una vez en Rusia, no se puede aceptar lo contrario. Irse del país sin visitar la ciudad de los zares, es como ir a los USA, sin visitar Nueva York. Los moscovitas nos lo han puesto fácil, con la línea de vuelos “low cost”, S7 Siberian Airlines: www.s7.ru y por unos 80 euros ida y vuelta, (bocadillo y bebida incluidos) en poco más de hora y 20 minutos se llega a la ciudad que ha cambiado de nombre, tantas veces como hombres la han codiciado. La Versalles del norte, la Venecia de los canales helados, San Petersburgo, Leningrado, Petrogrado. No hay palabras para definirla, hay que verla.

Llegamos de noche, y la aventura de buscar taxista que no nos “atracara” fue una odisea. Tuvimos que pelear el precio, y hubo momentos en los que pensamos que no nos llevaba nadie por menos de 50 euros. Ya sé que en todos los países del mundo, los taxistas son una “raza aparte” pero en Rusia, son lo peor de lo peor!!!. Al final un tipo enjuto, con cara de pocos amigos, nos llevó a trescientos por hora, por la autovía que une el aeropuerto de San Petersburgo con el hotel Petrosport, a las afueras de la ciudad. Si en Moscú la doble no baja de 250 euros por noche, en este hotel recientemente inaugurado, por unos 60 euros la habitación doble con desayuno, hace más asequible la estancia en San Petersburgo. www.catalogue.horse21.com.es/russia+hotels/saint+petersburg+hotels/petro+sport+hotel

El hotel es prácticamente nuevo, y al estar alejado del centro, en mitad de un bosque, el silencio se agradece después de varios días en la ciudad-mole de Moscú. Nada más legar, nos retiramos a descansar y al día siguiente, con un sol radiante, a pesar del frío, nos alegró la cara. Hacía 10 días que no habíamos visto un rayo de sol. Lo primero que hicimos es acercarnos a la estación de metro más próxima en taxi, y coger el metro, en línea directa hacia la fortaleza de Pedro y Pablo. Dicen las guías que es la mejor manera de iniciar la visita de la ciudad.

Fue la primera edificación que mandó construir Pedro el Grande sobre una pequeña isla pantanosa situada entre el río Neva y en Canal Kronverk. En este recinto, coronado por una gran torre de aguja de color oro, perteneciente a la gran catedral donde están enterrados los Romanov, además de instalaciones militares, se construyeron los primeros edificios públicos de la ciudad: una cárcel, la catedral, museos, etc. Antes de cruzar las murallas que protegen la fortaleza, vimos, nada más salir del metro una mezquita azul impresionante, a la que no pudimos acceder porque estaba cerrada.

Dentro ya de la fortaleza, el frío no perdonaba pero las vistas sobre el río, los puentes y el espectáculo de ver una de las ciudades más bonitas del planeta, nos hicieron olvidar los escasos o inexistentes grados de temperatura ambiente. Una vez se cruzan los bastiones y se alcanza la entrada de la barroquísima Catedral de los Santos Pedro y Pablo, la austeridad, el minimalismo y la ausencia de decoro son palabras sin sentido, cuando uno entra en el interior de una de las catedrales más barrocas del mundo. Destaca el color amarillo del conjunto, y el continuo abigarramiento de todos los elementos arquitectónicos que la forman. Destacan especialmente las decoraciones barrocas del altar y el iconostasio.

Antes de salir y respirar aire puro, ante tanto abigarramiento, merece la pena pararse ante la capilla funeraria, donde se encuentran las 33 tumbas de los Romanov, casi todas de mármol blanco y con las águilas imperiales de bronce dorado, cubriendo las esquinas de cada tumba. El sarcófago de Pedro el Grande, siempre está adornado de flores. San Petersburgo debe su nombre a este zar que marcó de manera indeleble la historia de todos los sectores de la vida rusa. Tras él, nada o casi o nada volvería a ser lo mismo en el país más grande del mundo.

Una vez vista la fortaleza, el mejor consejo para seguir conociendo San Petersburgo, es coger un barco desde el muelle de la fortaleza, y por unos 3 euros (300 rublos), recorrer el río Neva y los canales que entrecruzan la ciudad. Este río es famoso por permanecer gran parte del año helado, y de hecho no teníamos tan claro, que en abril se pudiese navegar por sus frías aguas. El sol se iba escondiendo poco a poco, y aprovechamos los escasos rayos de sol que nos ofreció San Petersburgo para el cruzar el río y adentrarnos en la ciudad por el agua, a través de sus canales.

Nada más iniciar el paseo en barco, vimos el famoso acorazado Aurora, bueno más bien la réplica del símbolo de la revolución rusa. Desde las entrañas de este buque de guerra, en el año 1917, se lanzaron los proyectiles contra la fortaleza de Pedro y Pablo, iniciándose la Revolución bolchevique. Hoy en día es un barco-museo, abierto al público. Otra imagen que nos dejó atónitos fue la de un grupo de “atrevidos” que tomaban el sol en bañador, apoyándose en las murallas que rodean la fortaleza. El termómetro no debía subir de 1 grado, y allí estaban, como si los tímidos rayos de sol de la primavera que se iniciaba, fueran el regalo más preciado.

Poco a poco se iba escondiendo el sol, y la imagen del Palacio que alberga uno de los museos más grandiosos del mundo, el “Ermitage”, a orillas del Neva, nos dejó fascinados. Más tarde el barco se adentró propiamente en el interior de la ciudad, y pudimos ver las famosas cúpulas “encebolladas” de la Iglesia de la Sangre derramada, los jardines de varios palacios y las casas decimonónicas con sus fachadas en colores pastel y ocres. Recomiendo sin duda, este paseo en barco para el que visite San Pertersburgo. Una experiencia inolvidable.

Desembarcamos muy cerca de la avenida Millionaja, en la plaza del Senado, donde destaca el “Jinete de bronce” (representa al omnipresente Pedro el Grande) y que lleva directamente hasta el centro simbólico del imperio, la Plaza del Palacio, escenario de muchos acontecimientos históricos. En el paseo, y como antesala a esta plaza grandiosa y espectacular, vimos los Atlantes que custodian la entrada del Ermitage. Son figuras colosales que dan enseguida la medida de las obras faraónicas que se construyeron bajo el reinado de los zares. El Ermitage no sólo es uno de los museos más visitados del mundo, es un conjunto de palacios, edificios, patios, plazas y jardines con un sello aglutinador: el estilo barroco que importaron todos los artistas y arquitectos italianos, venidos por expreso deseo de Pedro el Grande.

Por esta razón cuando llegamos a la “gran plaza”, donde no hay cámara fotográfica en el mundo que pueda captar todo el angular, enseguida nos vino a la memoria la Plaza de San Pedro de Roma. En esta plaza, donde vienen a hacerse las “fotos de boda” muchas parejas, la mirada se pierde, es difícil asimilar tanta belleza en poco tiempo. Es la entrada principal al Ermitage. Nos acercamos para ver si había mucha cola para entrar en el museo, aún a sabiendas que sólo veríamos una ínfima parte de lo que hay dentro, y desistimos enseguida. Había mucha gente esperando, y el museo cerraba en 3 horas. Antes de irnos, hicimos la promesa, volveríamos pero para dedicarle un día entero.

Después de pasear por las afueras del Ermitage, teníamos dos opciones: seguir hacia el interior de la ciudad por la principal avenida Nevski, o desviarnos, un poco hasta la Catedral de San Isaac. Optamos por la segunda. Barroca y grandiosa también, la catedral merece el pago de la entrada. Pedro el Grande mandó construir primero una iglesia de madera, en honor a San Isaac Dálmata, ya que la fiesta litúrgica del Santo coincidía con su onomástica. Más tarde se volvió a reconstruir y el resultado es un cruce entre la basílica de San Pedro, el Panteón de Roma y la catedral londinense de San Pablo. Al estar cerca del río, en terreno pantanoso, hubo que clavar en el suelo, como cimientos, más de 24.000 troncos de árbol. La magnitud de 4000 m2 y capacidad para 14.000 personas, requería esta cimentación.

Una vez en el interior, sobran las palabras. Oro, mármol y bronce, acompañan a un enorme y gigantesco Iconostasio, dividido en varios cuerpos por columnas de malaquita y lapislázuli. Se puede subir hasta la columnata de la cúpula (562 escalones), desde donde se puede ver toda la ciudad y el golfo de Finlandia. Nosotros no lo hicimos, pero para el que tenga ganas y fuerzas, conviene saber que allá en lo alto, cuando las piernas no responden y falta la respiración después de los casi 600 escalones, resulta que no dejan sacar fotografías. Vestigios de la guerra fría….

Al salir de la catedral, dejamos el río Neva a nuestras espaldas, y nos encaminamos hacia “intramuros”, por la avenida más famosa de San Petersburgo, la Nevski. 4,5 km de longitud y una anchura de entre 25 y 60 m, el eje central de la ciudad, une el Almirantazgo con el Monasterio de Aleksandr Nevski, atravesando el gran meandro del Neva. De hecho, a lo largo del paseo, atravesamos varios canales sobre el Neva. El nuevo poder soviético intentó apoderarse de la avenida, denominándola, Avenida del 25 de octubre, sin embargo para todos continuó siendo la avenida Nevski y en 1944, en el Leningrado recién liberado del asedio, el poder oficial reconoció el derecho de recuperar su verdadera denominación. Tampoco hay que olvidar que pese a todo y en contra de todo, San Petersburgo siempre ha sido una ciudad más Europea y no tan vinculada al comunismo. Mientras en Moscú la Revolución se asentó rápidamente, en la ciudad de los zares, en la ciudad rica y aristocrática, el comunismo fue más impuesto que aceptado.

La avenida da para mucho… Uno de los primeros edificios que destacan es el Palacio de los Dux, un edificio de estilo veneciano para el poderoso Banco Wawelberg, sede en la actualidad de la compañía aérea Aeroflot (aunque las malas lenguas la conozcan como Aero-explot….). Más adelante se encuentra la casa donde murió el compositor Chaikovski en 1895 y el palacio Stroganov. Los Stroganov eran una de las familias más ricas de la Rusia zarista.El origen del famoso “bistec Stroganov” proviene del cocinero de un miembro de la familia, al cual le gustaba rodearse de muchos invitados en su palacio de Odessa. La constante incertidumbre del chef con respecto al número de comensales, le llevó a elaborar un plato, el “filete instantáneo” que se pudiese preparar en el momento.

Desde el jardín del Palacio se accede al Museo de cera y, asimismo, a pocos metros se erige otro de los edificios emblemáticos de la ciudad: la Dom Knigi “Casa del Libro”, la librería mejor surtida de la ciudad en ediciones rusas y extranjeras. Fue la antigua sede de la fábrica de máquinas de coser Singer, y el edificio destaca por su fachada y por su torre, rematada por una esfera de gran tamaño, sostenida por figuras que representan temas vinculados a la navegación. Además la Casa del libro se encuentra, en un punto crucial del paseo por San Petersburgo.

Cruzando un puente al salir de la Casa del Libro, por la izquierda, atravesamos una vez más un canal, el conocido como “canal Griboedov” (en honor al dramaturgo del mismo nombre) y llegamos a uno de los lugares más fotografiados de San Petersburgo, y me atrevo a decir que de Rusia entera: la Iglesia de San Salvador de la Sangre derramada. La entrada no es gratis, y nosotros lamentablemente llegamos tarde. Eran casi las 6 de la tarde, y había cerrado las puertas a las 17.30. En fin, nos quedó el consuelo de ver la iglesia por fuera, y de sacar muchas fotografías al edificio tradicional de estilo “tradicional ruso”, con sus cúpulas de cebolla policromadas, tan típicas, especialmente en Moscú, porque en San Petersburgo los estilos que predominan son el neoclásico y el rococó.

Es impresionante, la verdad, y nos quedamos con esa “espinita” de no poder ver su interior. Asignatura pendiente… A la que sí pudimos entrar, es a otro gran Iglesia de la ciudad: La Catedral de nuestra Señora de Kazan. Está justo al otro lado de la avenida Nevski y debe su nombre al icono de la Virgen de Kazan, trasladada junto con la capitalidad de Moscú a San Petersburgo por orden de Pedro el Grande. Antes de continuar decir, que la Iglesia de la Sangre derramada que acabábamos de dejar, fue construida en el mismo lugar donde fue asesinado el zar ruso Alejandro II.

La Iglesia de Kazan es enorme, colosal. Antes de alcanzar la gran puerta de entrada, hay que cruzar una gran plaza, que recuerda mucho a la de San Pedro en el Vaticano. Una vez cruzado el umbral, lo primero que destaca es la Imagen de la Virgen de Kazan, adornada con diamantes, brillantes y rubíes. Es uno de los iconos más venerados por los rusos. La encontró Iván el terrible en el año 1579, en la ciudad de Kazan, tras arrebatársela a los tártaros en una victoria que le valió a Rusia, la liberación del yugo mongol.

Tuvimos la gran suerte de coincidir en nuestra visita con una misa solemne ortodoxa, con cantos de un coro que nos dejó extasiados, como aquella vez en el monasterio de los Jerónimos de Lisboa, donde a punto estuvimos de pedir al coro que repitiera, una y otra vez. Las ceremonias ortodoxas son muy interesantes. Al igual que en Moscú, nos sentamos en la parte trasera del templo, y nos dejamos llevar por su espiritualidad, entre olor a velas e incienso. Observando al personal que allí había, me dí cuenta del estilo aristócrata y elegante de muchos de los feligreses. En ese momento fue cuando entendí algo que había leído sobre San Petersburgo. Dicen que cuando los bolcheviques entraron en la ciudad, y San Petersburgo, pasó a ser Leningrado, obviamente, el comunismo imperante no aceptaba los privilegios sociales, y mucho menos a la clase noble y aristocrática de la ciudad. La igualdad de clases, y la uniformidad de las apariencias, no pudieron con los portes aristocráticos y las “buenas maneras” que se escondían bajo esa “gris fachada”.

Y allí estaban, muchos años después, rezando y cantando en la Catedral de la Virgen de Kazan. La misma clase y elegancia que les distingue de los habitantes más toscos, y rudos de Moscú. La clase no se compra, y los nuevos ricos moscovitas, Abramovich y compañía, poco o nada tienen que hacer. Al salir de la Catedral, volvimos a la gran avenida de Nevski, y seguimos nuestro paseo, haciendo una parada en una pastelería antológica, recomendada en las guías. A los oriundos les encanta tomar café o té con pasteles, y aunque a primera vista no se trata de repostería fina, sino de trozos enormes de pasteles con cremas y merengue, estaba a rebosar de señoras, sobre todo, dándole al diente. Apunto este enlace donde se describen las especialidades gastronómicas más típicas de la cocina rusa:
http://www.san-petersburgo.com/rusa.htm

Como decía al principio, la gran avenida de Nevski es kilométrica y acaba en la gran plaza de Aleksandro, donde se ubican el moderno Hotel Moscú, y el acceso al Monasterio de Aleksandr Nevski con 4 cementerios y 7 iglesias de interés turístico. A nosotros no nos dio tiempo a llegar hasta allí, pero sí a perdernos por los patios y callejuelas que corren paralelos a la gran avenida. Canales, pasadizos, y calles estrechas conforman un laberinto desconocido por los turistas. Cuando ya empezaba a oscurecer y el cielo empezaba a adquirir un tono gris cenizo, que presagiaba una tormenta de las de libro, decidimos coger el metro y encaminarnos hacia el hotel. San Petersburgo nos había impactado y nos fuimos con la sensación de dejarnos muchos lugares en el tintero. Una jornada intensa de muchas horas a pie paseando, pero sí, no tuvimos más remedio que reconocer que era mucha, mucha ciudad para tan poco tiempo.

Nos metimos en una de las estaciones principales de metro de la avenida Nevsky, de la que no recuerdo el nombre. Aunque este olvido es imperdonable, porque lo que vivimos allí, se nos quedaría grabado en la memoria viajera. Antes de coger el metro que nos llevaría a la estación de las afueras, donde tendríamos que coger un taxi para volver al hotel, fuimos un momento al supermercado que se encuentra en los bajos de la estación. Mientras comprábamos algunos “caprichos rusos” para cenar, empezamos a escuchar gritos de una mujer desesperada. Oíamos los gritos pero no sabíamos de dónde. Cuando nos acercamos a la cajera para pagar, a los gritos se sumaron patadas a una puerta. Habían detenido a una chica por robar, y la tenían encerrada en un cuartito. Los policías rusos custodiaban la puerta, y de vez en cuando entraba uno de ellos para “calmar” a la infractora. La situación fue bien dura, porque cuando por fin sacaron a la chica del cuarto, tenía las muñecas ensangrentadas de tanto intentar quitarse las esposas, y seguía gritando, mientras los polis la zarandeaban y le mandaban callar. No fue la mejor despedida de San Petersburgo que hubiésemos querido tener, la verdad. Aunque, esta no fue la última, ni la definitiva, aún nos quedaba algún momento “qué he hecho yo para merece esto” antes de dejar el país.

Una vez superado el trance, cogimos el metro y llegamos a la parada de taxis. Otra situación rocambolesca a la hora de buscar taxi. Si a la ida nos pidieron 200 rublos a la vuelta nos querían hacer pagar el doble. Al final, “arriesgamos el pellejo” montándonos en un taxi clandestino, conducido por un Kazajo, de tez morena, que nos explicó durante el trayecto que muchos paisanos de antiguas repúblicas rusas, de las más remotas cercanas a Asia, optaron por emigrar hacia Rusia, en busca de una vida mejor, aunque el “sueño ruso” no acabe de materializarse. El interior del taxi era de película de terror serie B. Tapizados de tigre descolorido, ventanillas de cristal de un ahumado dudoso, más bien tirando a mierda “histórica” y unos colgantes de objetos no identificados, que pendían de los parasoles delanteros, mientras el amigo kazajo no dejaba de hablar del Real Madrid, y del jamón ibérico que un día probó.

Al menos el chico era simpático, porque el “taxi driver” que nos tocó en gracia al día siguiente para ir al aeropuerto, no es que no fuera simpático, es que en su cara no se había marcado una sonrisa, ni cuando su madre le daba caramelos. Pero antes de este último capítulo: taxista desagradable, cenamos en la habitación como zares y nos metimos a la cama no muy tarde, ya que al día siguiente, tocaba madrugón y 3 vuelos antes de llegar a nuestra añorada y soleada Valencia.

A las 5.45 de la mañana llegó puntual “la alegría de la huerta siberiana”. En recepción me dijeron claramente que el precio estaba concertado y que eran 750 rublos hasta el aeropuerto. El tipet no dijo ni buenos días y me dio mala espina desde el primer momento. A 200 por hora nos llevó al aeropuerto y cuando fuimos a pagarle nos pidió el triple. Yo le dije que ni hablar del peluquín, y él en sus trece. Solo retrocedió de malas maneras cuando le amenacé con que iba a llamar al hotel para decirles lo que no estaba pidiendo. Claudicó y se fue bramando en ruso, lo que no está escrito. Pero nuestra despedida de Rusia no acabó ahí.

Al llegar al aeropuerto no había nadie, absolutamente nadie que nos indicara dónde coño teníamos que ir. Todos los carteles estaban en ruso y dimos más vueltas que un tío vivo. Menos mal que el aeropuerto era de vuelos internos, y pequeño. Al final conseguimos llegar a la aduana, y entre rostros que expresaban, menos que un cactus del desierto, conseguimos llegar a la terminal, donde se suponía que saldría el vuelo con destino a Moscú. Y digo “se suponía” porque seguíamos sin ver un triste cartel informativo en inglés que nos indicara que efectivamente, era el sitio donde teníamos que esperar. El sol brillaba, a pesar de las bajas temperaturas, y salimos puntualmente de San Petersburgo, con un regusto un poco amargo. Es una pena que ciudades tan bellas como ésta, tengan al “enemigo en casa”. A los que nos gusta viajar, no sólo viajamos por ver lugares diferentes y bellos. La amabilidad de la gente, la hospitalidad son puntos de interés turístico “intangibles” pero muy importantes. Pero bueno, este es otro debate, porque en Moscú nos pasó tres cuartos de lo mismo.

Cuando finalmente llegamos al aeropuerto de Moscú para hacer el transbordo: Moscú-Zurich-Valencia, el paso por las aduanas fue otra vez un infierno. A la entrada al país no fue tan duro, pero a la salida, paradójicamente, los controles fueron dignos de película de Guerra fría. Después de pasar por rayos X, en unas cabinas, que podían detectarte hasta una caries incipiente, nos dejaron descalzos, cacheados y aguantando la jeta de un policía que revisó mi pasaporte y mi visado durante los diez minutos más largos de mi vida. Yo mientras observaba al ínclito policía, escudriñando mi pasaporte, pensaba: pero este se piensa que de verdad me quiero quedar en este país? Se le ha pasado por un momento por su mente de bulldog siberiano, que tenía intenciones de engañarles para prolongar mi estancia en Rusia?- después de unos minutos que duraban horas, me devolvió el pasaporte sin decir una palabra, ni mover un pelo de sus cejas casi albinas, y crucé la línea que separaba el mundo del hielo, del mundo de las sonrisas más o menos sinceras-

No quiero hacer demagogia, ni maniqueísmos, pero hay que vivirlo, señores. Hay que pasar unos días en este país, llamado Rusia. Por supuesto, que ha sido sólo una experiencia, y que seguramente la próxima vez que vuelva, encontraré sentido a esa frase que aún tengo guardada en la memoria. A la pregunta de por qué no emigraban tanto los rusos, si la situación económica era peor que dura, para la mayoría de la gente. La respuesta fue escueta y contundente: por el alma rusa. Es decir porque el ruso tiene una forma de ver la vida, que solo la entienden ellos. Así que bueno, la próxima vez, si un día vuelvo, no me quedaré en los gestos fruncidos de sus gentes, intentaré ver menos iglesia ortodoxas y menos museos, y buscaré, buscaré hasta encontrar el sentido y el significado del ALMA RUSA……Quizás lo encuentre.

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